martes, 29 de noviembre de 2011

TIEMPO DE LÁGRIMAS


Recuerdo que por aquellos días se lloraba mucho o, al menos, yo veía y escuchaba llorar mucho. Algunas vecinas perdieron a sus hijos al nacer en algún momento, acaso porque a todos nos alumbraban nuestras madres en sus propias camas con la asistencia de una comadrona vocacional y, en algún caso, con la presencia del médico de cabecera, pero sin verdaderas condiciones higiénicas ni medios asistenciales ni avances técnicos. Aunque, bien visto, peor lo pasaban las mujeres en los cortijos de la sierra y, mal que bien, también parían.
            A lo que iba, mi madre y mis abuelas eran de lágrima fácil y ante cualquier imprevisto: una tormenta de verano, la noticia de una desgracia o una catástrofe que nos traía el televisor desde algún confín del mundo, soltaban un llanto entrecortado y tan natural en ellas como su atuendo femenino. Yo las veía acudir a los velorios y me asombraba de la facilidad con que se sumaban al llanto doméstico de la casa donde residía el finado. Para estas cosas las mujeres disponían de un sentido de la solidaridad sentimental único y verdaderamente insólito. Para ellas era fácil llorar en el momento adecuado y con la persona conveniente, pero a nosotros, los muchachos, se nos tenían prohibidas todas las manifestaciones de debilidad como un lastre de lesa feminidad que nos convertía en criaturas frágiles y de hombría sospechosa. Yo, apenas recuerdo haber llorado un par de veces en mi vida, aunque tuve razones y ganas de hacerlo unas cuantas más.
            Tengo la impresión desde la distancia de los años que la España de aquel tiempo estaba invadida por una atmósfera tragicómica, en la que las consecuencias de una guerra feroz y nuestra condición de país de charanga y pandereta se habían fundido en una sustancia híbrida y sombría, en cierto modo. Pasábamos de la risa a las lágrimas en muy corto espacio de tiempo, porque la calle y las casas seguían habitadas por pequeños dramas familiares, donde la enfermedad, la escasez, el trabajo duro y el miedo eran la semilla que sembrábamos inconscientes de que también nosotros estábamos contribuyendo al clima gris, pesado y general bajo el que todos sobrevivíamos ausentes e ignorantes de la verdadera dimensión de nuestras existencias.
            Las lágrimas, el llanto, la tristeza venían bien a una época de austeridad, donde la religión y la represión marcaban nuestros pasos, porque, de acuerdo con el viejo adagio medieval, la vida era corta e insatisfactoria, mientras que la recompensa nos aguardaba en el cielo. Es verdad que suena raro, antiguo, anacrónico  e, incluso, falso, pero aunque nos parezca mentira, las cosas estaban así aún por aquellos días, y abundaba el espíritu de la resignación, el qué le vamos a hacer y el no somos nada. Para colmo, las interminables radionovelas de las tarde ponían la guinda a la congoja  en la que parecíamos sumidos y, si no había motivos suficientes en la vida real para preocuparse y andar atribulado, tomábamos los dramas de la ficción como si fueran nuestros y tornábamos a sufrir otro tanto.
            Reconozco que odiaba sorprender a mi madre con los ojos enrojecidos y la mirada huidiza, por los rincones de la casa, apesadumbrada por cualquier motivo que o no se me alcanzaba con claridad o, simplemente, no era asunto mío.
            La muerte de los familiares era un capítulo aparte, desde luego, una causa más que válida para llorar sin pudor, sin dar explicaciones, con pleno derecho a sollozos, suspiros y demás aspavientos de duelo, aunque el pariente hubiese sobrepasado los ochenta y su enfermedad no tuviese cura. En las reducidas habitaciones de las pequeñas casas del barrio, se hacinaban durante horas mujeres vestidas de negro riguroso y sentadas en viejas sillas de anea, hablando en voz baja alrededor del féretro que solía estar destapado y con el difunto a la vista, mientras los hombres fumaban en la calle y departían sobre asuntos de mayor trascendencia, como el trabajo, las inclemencias del tiempo y algunos hechos del pasado que referían en momentos como aquellos, porque de lo que se trataba era de acompañar a los dolientes en la despedida, en el último adiós a sus seres queridos. 
            Yo era tan solo un niño, tímido y solitario, y, acaso por esto mismo, sensible a cualquier estímulo que me llegara de fuera, pero tenía la certidumbre, por aquellos días, de que el espacio que me rodeaba era más oscuro, las gentes más taciturnas y la vida, una aflicción constante. Para colmo, la televisión emitía en blanco y negro, como nuestro destino, como aquella infancia, larga y no siempre feliz, de la que fui emergiendo poco a poco, por fortuna.
            Las alegrías y el color, la música y el arte, la humanidad y la democracia, la libertad y el amor vendrían más tarde.


                                              

miércoles, 23 de noviembre de 2011

TONTO EL QUE LO LEA



Acaso porque no leíamos nada, ahora que tan de moda está afirmar que han descendido los índices de lectura, aunque en este país no ha habido nunca una época propicia para el placer de los libros, repetíamos aquella puerilidad a modo de trampa infantil, que, en el fondo, escondía una verdad como un templo, no porque solo leyeran los tontos, sino porque esa idea era la que dominaba en unos años grises de carestía, incultura y brutalidad. No cometeremos la osadía de pasar por alto el hecho singular de que la mejor novela de todos los tiempos y todos los lugares se escribió en esta tierra y en nuestra lengua, y su protagonista enloquece precisamente de tanto leer libros de caballería.
            Algo parecido me contaba mi abuela a propósito de un pariente lejano que perdió el seso mientras estudiaba leyes en Valencia, porque el esfuerzo de descifrar letras y palabras, cuyo sentido intrincado no ha sido casi nunca del interés público, puede conducirnos hasta los territorios del desvarío y de la enfermedad mental. Todavía hoy, mientras leo sentado en algún lugar público, siento las miradas de los transeúntes clavadas en mí con recelo y displicencia. Entre otros muchos lugares, los mejores ratos que pasé en la mili los invertí en la lectura, como en aquella guardia de veinticuatro horas en la que, entre garita y garita, mientras descansaba, devoré las páginas apasionantes de “El viaje al fin de la noche” del escritor francés Ferdinand Céline bajo la mirada torva y desconfiada del cabo, que terminó preguntándome por el tema de la novela. Un libro de guerra, le contesté con disimulada ironía y torné a mi embeleso.
            Ha leído siempre, no mucho desde luego, el ocioso, el señorito que adquiría el periódico los domingos e invertía la mañana en el casino con un café solitario entre la charla insustancial de los parroquianos y hojeando con mal disimulado desinterés el diario de turno. Han leído, desde hace unas décadas, los niños, si bien que tebeos y otras fruslerías, hasta transformarse en un verdadero fenómeno de difícil explicación, porque ha terminado convirtiéndose en un negocio editorial por todo lo alto junto a los inevitables libros de texto.
            Los antiguos, sin embargo, sentían desconfianza por quienes manejaban estos viejos artefactos polvorientos, como los llamó con no poco acierto el insigne Francisco Umbral, pero a la vez  experimentaban una devoción casi religiosa por cualquiera que supiera leer, que fuera capaz de defenderse en la vida, palabras textuales de mi padre y de los hombres de su generación, que habían llegado a tiempo de recibir algunas lecciones sueltas, pese a su origen humilde, de aquellos míticos maestros formados durante la República bajo el auspicio regeneracionista, que promulgaba la escuela y la despensa como las principales pretensiones de su afán por rehabilitar la conciencia y el ánimo de la patria, tan devaluado tras el desastre colonial del 98.
            Recuerdo que entre los libros que nos mandaban comprar en los primeros años de escuela estaban unas antologías de textos literarios y no literarios, que servían para perfeccionar nuestra competencia lectora. Solíamos leer en clase alto, claro y con sentido, tal y como rezaba el lema de la época, que aun hoy mi mujer y yo hemos usado con nuestros hijos, sin olvidar la comprensión y el comentario posterior sobre el contenido de la lectura. No otra cosa ha sido básicamente desde siempre la clave pedagógica de las diferentes instituciones educativas.
            Si uno sabía leer bien y entender cuanto había leído; si era capaz de entresacar las ideas más importantes, de resumir la sustancia de las palabras y ponerlo todo en práctica, de relacionar unas ideas con otras y llevar a cabo ese importante proceso de la analogía, con un mínimo de memoria, una buena dosis de raciocinio y determinadas destrezas, le era posible realizar cualquier oficio, profesión o especialidad, cuyos principios estuvieran contenidos en un libro.
            De ahí que en la Edad Media para ser médico o para desempeñar cualquier otra profesión de cierta prosapia bastaba con saber latín, porque en esta lengua estaban contenidos todos los saberes, todas las ciencias y todas las artes.
            Hemos perdido, por desgracia, ese respeto reverencial a la cultura escrita, a la palabra y al libro, en el que suelen estar, por otro lado, escritos todos los preceptos religiosos y todos los mitos, y hemos dado en esa simpleza, tan equivocada y archirepetida, de que  una imagen vale más que mil palabras. En absoluto. Uno es analfabeto únicamente si no sabe leer, mientras que si se queda ciego no le pondrán impedimento alguno para llegar a ocupar la presidencia de una de las grandes organizaciones españolas, la ONCE, sin ir más lejos, y algún otro importante medio audiovisual.
            Ahora me acuerdo de una vecina  sesentona, que en mi infancia dio en aprender a escribir y solía acercarse a mi casa para que la iniciara en el conocimiento de las primeras letras. No llegó a mucho su anhelo, pero, al menos, consiguió firmar con una rúbrica caótica e ininteligible.  Firmar ya era importante entonces, aunque uno no entendiera nada de lo que había suscrito.  



                                               Pascual García (pasgarcia62@gmail.com)

martes, 15 de noviembre de 2011

TODOS LOS NOMBRES




En Moratalla los muchachos recibíamos nuestro nombre del abuelo paterno y las muchachas de la abuela; así que de manera ordenada cada hermano y cada hermana acudía a su bautizo con un protocolo nominativo establecido de antemano, que incluía también, porque las familias solían ser numerosas, los nombres de la rama materna, de alguna tía o de algún tío de cierta relevancia y, en última instancia, del santo del día. Y punto.
            Pascual se llamaba mi abuelo y su padre y su abuelo hasta donde yo he podido investigar. Es cierto que los nombres se repetían, pero había alguno singular, que era el emblema de determinadas familias. Jesús, José y Francisco eran abundantes, pero Nicolás, Baltasar, Bartolomé, Diego, Rogelio o Mariano, para los hombres y Jesusa, Engracia, Caridad, Vicenta, Remedios o Visitación, para las mujeres constituían el rasgo distintivo de una estirpe, lo que las diferenciaba del común de otros hombres y de otras mujeres que engrosaban la masa anónima y homogénea del registro civil en cualquier localidad.
            Los años del desarrollismo, la irrupción de la televisión  y de los mass media en general, así como el imperio de la moda, como concepto cambiante y de una influencia notable en los usos y costumbres de nuestra sociedad, modificaron el gusto por los nombres y, de repente, nos despojamos de un modo violento de la tradición y del respeto a los mayores y nos rendimos ante el embrujo obsesivo de las imágenes y de las palabras que nos llegaban hasta nuestras casas cada día de territorios remotos y de culturas dispares.
            La música moderna, aquella música ye-ye de bochornosa y lamentable memoria, nos aportó algunas ideas no demasiado brillantes. De súbito, en unos pocos años, los niños y las niñas comenzaron a llevar los nombres de los cantantes, los actores, los artistas, los habituales de las revistas del corazón, incluidos los reyes y los infantes, los ases del deporte y del resto de la farándula en un intento apresurado y, seguramente, torpe por borrar a toda costa nuestro origen castizo y campesino. La admiración que despertaba cuanto apareciese en la pantalla del televisor  era comparable al entusiasmo religioso que se había vivido algunos lustros atrás. De modo que los nombres de las vírgenes y de los santos se sustituyeron por el de cualquier indocumentado que triunfara en los estudios de Prado del Rey. El protagonismo de los abuelos quedó a un lado y las familias se impregnaron de un glamour cateto, sin duda, más pendiente del colorín del papel couché y de las luces de los platós que de los orígenes y de la solera de los apellidos y de las genealogías.
               Con el paso del tiempo todo suele empeorar y hoy asistimos a un proceso babélico y desenfrenado de nombres extranjeros, de origen inglés casi siempre, esa dictadura lingüística que ni siquiera llega de Inglaterra sino del otro lado del Atlántico, y que abarrotan nuestras aulas y nuestras calles con su música, otra vez ye-ye, otra vez espuria y humillante.  
            Lo peor de todo es que la sustitución de una costumbre por otra, de un uso ancestral por un hábito de máxima actualidad no mejora en absoluto las cosas, como no son más eufónicos, más dignos o más bellos los nombres ni más inteligentes, mejor parecidas ni más virtuosas las personas que los asumen. 
            Octavio, Propercio, Catalina, Leoncio, Leocadia, Pío, Alejandra, Fe, Juana, Federico o Paca no poseen otro sentido que el de representar a unos hombres y a unas mujeres en una sociedad concreta, frente a sus familias y a sus amigos, que escuchan sus nombres con el reconocimiento de lo que nos es cercano y querido. Jenniffer, Kevin, Vanessa, Jonathan, Jacqueline, Ainhoa o Sarai, por poner alguno de los ejemplos más habituales que me encuentro en las clases del instituto y en la pantalla del televisor, no son mejores ni más bellos sus sonidos ni poseen más dignidad sus dueños, pero yo no puedo evitar, a veces,(llámenme antiguo si quieren) una sonrisa de extrañeza y confusión cuando los digo en voz alta  cada vez que paso lista por las mañanas en un curso cualquiera. Sarai Pérez López, pronuncio atribulado y recuerdo a los hermanos de mi abuela María: Antonia, Salvador, Ramona,  Lola, Pepe y Domingo, a mi hermana María Rosa, a mis sobrinos Luis Santos y Mario, a mis sobrinas. María José y Concepción Teresa, a mi mujer Francisca Fe y a mis hijos Elisa Fe y Pascual. Sólo entonces recupero el ánimo y me tranquilizo.

                                                          

miércoles, 9 de noviembre de 2011

NUNCA HABLÁBAMOS DE AMOR
Ni nuestros padres ni nuestros abuelos hablaban de amor, al menos que yo recuerde, porque el amor entonces no estaba de moda. En el barrio del Castillo las historias galantes sucedían en los televisores y en las radios, en las fotonovelas, que las chicas leían a escondidas y se pasaban las unas a las otras, en el anhelo compartido por todas ellas de encontrar un buen novio y casarse, una vez que hubieran terminado su ajuar y su padre les diera el permiso pertinente.
 Tal vez el amor perteneciera por aquel tiempo a clases sociales de mayor alcurnia o cultura, como ha sucedido siempre, las que leían libros y hablaban con palabras que nosotros no entendíamos del todo, porque eran palabras de novelas y de películas y no estaban a nuestro alcance, más cerca de la tierra, del trabajo y de la supervivencia diaria.
Si nos paramos a pensarlo, el amor, como cualquier otro sentimiento, es, antes que nada, producto de una mera formulación lingüística; es decir, aunque el sentimiento exista antes que el verbo, sólo cuando lo nombramos, adquiere carta de naturaleza. Luego, a fuerza de repetirlo, termina por diluirse y desaparecer casi.  Al  cabo, los hombres y las mujeres se han buscado desde antiguo siguiendo sus instintos animales y con el único afán de la perduración de la especie  por bandera, aunque desconocieran este mandato supremo de la vida. Persisten los seres humanos y las ratas, por poner dos ejemplos dispares, porque el deseo sexual ha conducido a los machos hasta las hembras o, a la inversa, porque las hembras han llamado a los machos con olores peculiares, colores llamativos, azares diversos  o razones ardientes y miradas de arrobo, en nuestro caso.
La literatura y la filosofía la hemos puesto nosotros más tarde, acaso para embellecer un impulso atávico, que se resuelve en un ejercicio reconfortante, sin duda, pero ejercicio, al fin. Todas las culturas han levantado en torno a esta emoción primaria mitos, credos, ceremonias y fábulas innumerables como aquellas bellísimas de Los cuentos de las mil y una noches o la del Génesis, que nos pilla más cerca y que nunca entendí del todo. ¿Qué hubiese sido de la humanidad, si Adán y Eva no comen del árbol prohibido y descubren el deseo y el pecado? Entonces, ¿por qué fueron maldecidos y condenados?
Teologías aparte, nosotros procedemos de aquellas viejas relaciones púdicas, en las que un hombre y una mujer solo paseaban cogidos del brazo, cuando salían de la iglesia, unidos en santo matrimonio. Aquella noche ya eran libres de retozar a su arbitrio sobre las castas y blancas sábanas, que la esposa había cortado y había bordado durante los años y los meses de su juventud. A pesar de todo, acaso nunca hubiesen pronunciado la palabra amor, demasiado empalagosa, de un romanticismo trasnochado y pueril o excesiva para su humilde categoría social.
Se querían, desde luego, con un aprecio discreto y recatado, con un cariño prudente, que el paso de los años se encargaría de avivar y de adormecer sucesivamente, mientras iban llegando los hijos y se acrecentaban los gozos y los disgustos, a partes iguales. El mármol de la costumbre y de los días les impediría volver la vista atrás en busca de un fuego remoto, que tal vez nunca había prendido del todo, porque apenas hablaron de ello, porque lo ignoraron, no le dieron importancia o se limitaron a escucharlo en el cine con indiferencia, como se escucha un discurso ajeno e incomprensible. Solo la ignorancia y el pudor los habían mantenido juntos y acomodados durante tanto tiempo, sin hablar de un asunto que les era, quizás, incómodo y enojoso. Un asunto que, sin embargo y de forma paradójica, diseminaba la vida por todas partes como un milagro elemental y enigmático a la vez.

  

sábado, 5 de noviembre de 2011

TRABAJAR CON LAS MANOS



Cuando yo era un muchacho de pocos años y ayudaba a mi padre y a mi abuelo en las labores de la  huerta o en el cuidado del ganado en Moratalla, trabajar con las manos era una especie de condena, tanto como ganarse el pan con el sudor de tu frente. En realidad, así lo especifica el relato bíblico y de este modo lo ha venido asumiendo durante siglos esa mayoría del ser humano que cayó, por desgracia, del lado de abajo, de la parte oscura de los desheredados, los que aprendimos a madrugar muy pronto y soportamos los rigores del calor y del frío. Las manos del labrador,  del pastor, del herrero, del albañil o del carpintero han sido curtidas desde antiguo por el roce de la materia áspera, la erosión del agua y de la tierra y las calamidades incesantes del clima.
            En el campo, durante las frías mañanas de invierno, los hombres echaban de menos el calor de una buena fogata y el descanso de un asiento cualquiera. En verano, la sombra de un olmo o de una noguera se apreciaba tanto como un regalo de la naturaleza. Coger albaricoques subidos a los árboles o recoger almendras del suelo o varear las oliveras en diciembre no resultaban meros entretenimientos y, por la noche, los hombres y las mujeres se acostaban derrengados y con fiebre.
            Trabajar con las manos era duro y los adultos solían recomendarnos que de mayores eligiéramos un destino diferente. Dedícate a otra cosa, me decían con la mejor de sus intenciones. Nosotros los mirábamos con un punto de compasión y veíamos sus muchas arrugas, la piel quemada por los soles y el cierzo, el sudor permanente empapándoles la frente y el cuello y asentíamos convencidos de que trabajar con las manos era el lugar más bajo del escalafón laboral.
            Con el paso de los años, ahora que enciendo cada día el ordenador y tecleo las palabras que formarán un texto más largo hasta constituir un artículo, un ensayo o todo un libro, recuerdo aquella vieja obsesión   por apartarnos de cualquier menester para el que fueran necesarias nuestras manos, porque implicaba un gran esfuerzo, un sacrificio continuo y una ganancia escasa.
            Y, sin embargo, sin las manos sabias y diestras de un neurocirujano que maneja con pericia inimaginable el bisturí en el complejo interior de un cerebro, las de un dentista que nos extrae una pieza sin dolor o nos recompone una muela desgastada por la caries, las de un arquitecto que diseña y erige un universo nuevo de calles, avenidas y jardines o nos levanta una casa con todas sus estancias acomodadas en el espacio disponible; incluso, las manos mágicas de un escritor a través de las cuales ha circulado el pensamiento y la poesía desde el cerebro o desde la vida hasta el papel donde traza unos signos confusos con una pluma o hasta la pantalla iluminada de un portátil en la que van apareciendo misteriosamente las palabras de una obra en marcha, no sería posible un mundo mejor, porque son las manos, al fin y al cabo, las que realizan la mayor parte de nuestras actividades, las que pergeñan un boceto en el papel o en el lienzo que algunos días después o meses más tarde serán “Las meninas”, “La familia de Carlos IV”, “La persistencia de la memoria” o “La Gran Vía”.
            Desde la época imperial el trabajo en España no ha sido ocupación de gente honrada. Los hidalgos como Alonso Quijano poseían una pequeña o mediana hacienda para ir tirando y no tener que mancharse las manos. Como en El Lazarillo preferían pasar hambre y calamidades antes que dedicar su tiempo a alguna faena que los obligara a doblar el espinazo. Hasta el siglo XX anduvimos enredados en esta moral mezquina y pobretona, cazurra y vergonzante, que llenaba los pueblos y los campos de señoritos y desocupados de mirada altanera y despreciativa, incapaces de mover un solo dedo en algún asunto de provecho, salvo en el pasatiempo de la caza o en la persecución de las mozas. Antonio Machado lo dejó escrito de forma soberbia y con toda la ironía que el asunto requiere en su “Llanto de las virtudes y coplas por la muerte de don Guido” tan diferentes de aquellas graves y solemnes de Manrique. Dicen que tuvo un serrallo/ este señor de Sevilla;/ que era diestro/ en manejar el caballo/ y un maestro/ en refrescar manzanilla. Tampoco este don Guido trabajó nunca con sus manos para hacer honor a la costumbre española de no mezclarse con menestrales y destripaterrones. 
Yo, al menos, no lo vi nunca en el campo.