martes, 15 de noviembre de 2011

TODOS LOS NOMBRES




En Moratalla los muchachos recibíamos nuestro nombre del abuelo paterno y las muchachas de la abuela; así que de manera ordenada cada hermano y cada hermana acudía a su bautizo con un protocolo nominativo establecido de antemano, que incluía también, porque las familias solían ser numerosas, los nombres de la rama materna, de alguna tía o de algún tío de cierta relevancia y, en última instancia, del santo del día. Y punto.
            Pascual se llamaba mi abuelo y su padre y su abuelo hasta donde yo he podido investigar. Es cierto que los nombres se repetían, pero había alguno singular, que era el emblema de determinadas familias. Jesús, José y Francisco eran abundantes, pero Nicolás, Baltasar, Bartolomé, Diego, Rogelio o Mariano, para los hombres y Jesusa, Engracia, Caridad, Vicenta, Remedios o Visitación, para las mujeres constituían el rasgo distintivo de una estirpe, lo que las diferenciaba del común de otros hombres y de otras mujeres que engrosaban la masa anónima y homogénea del registro civil en cualquier localidad.
            Los años del desarrollismo, la irrupción de la televisión  y de los mass media en general, así como el imperio de la moda, como concepto cambiante y de una influencia notable en los usos y costumbres de nuestra sociedad, modificaron el gusto por los nombres y, de repente, nos despojamos de un modo violento de la tradición y del respeto a los mayores y nos rendimos ante el embrujo obsesivo de las imágenes y de las palabras que nos llegaban hasta nuestras casas cada día de territorios remotos y de culturas dispares.
            La música moderna, aquella música ye-ye de bochornosa y lamentable memoria, nos aportó algunas ideas no demasiado brillantes. De súbito, en unos pocos años, los niños y las niñas comenzaron a llevar los nombres de los cantantes, los actores, los artistas, los habituales de las revistas del corazón, incluidos los reyes y los infantes, los ases del deporte y del resto de la farándula en un intento apresurado y, seguramente, torpe por borrar a toda costa nuestro origen castizo y campesino. La admiración que despertaba cuanto apareciese en la pantalla del televisor  era comparable al entusiasmo religioso que se había vivido algunos lustros atrás. De modo que los nombres de las vírgenes y de los santos se sustituyeron por el de cualquier indocumentado que triunfara en los estudios de Prado del Rey. El protagonismo de los abuelos quedó a un lado y las familias se impregnaron de un glamour cateto, sin duda, más pendiente del colorín del papel couché y de las luces de los platós que de los orígenes y de la solera de los apellidos y de las genealogías.
               Con el paso del tiempo todo suele empeorar y hoy asistimos a un proceso babélico y desenfrenado de nombres extranjeros, de origen inglés casi siempre, esa dictadura lingüística que ni siquiera llega de Inglaterra sino del otro lado del Atlántico, y que abarrotan nuestras aulas y nuestras calles con su música, otra vez ye-ye, otra vez espuria y humillante.  
            Lo peor de todo es que la sustitución de una costumbre por otra, de un uso ancestral por un hábito de máxima actualidad no mejora en absoluto las cosas, como no son más eufónicos, más dignos o más bellos los nombres ni más inteligentes, mejor parecidas ni más virtuosas las personas que los asumen. 
            Octavio, Propercio, Catalina, Leoncio, Leocadia, Pío, Alejandra, Fe, Juana, Federico o Paca no poseen otro sentido que el de representar a unos hombres y a unas mujeres en una sociedad concreta, frente a sus familias y a sus amigos, que escuchan sus nombres con el reconocimiento de lo que nos es cercano y querido. Jenniffer, Kevin, Vanessa, Jonathan, Jacqueline, Ainhoa o Sarai, por poner alguno de los ejemplos más habituales que me encuentro en las clases del instituto y en la pantalla del televisor, no son mejores ni más bellos sus sonidos ni poseen más dignidad sus dueños, pero yo no puedo evitar, a veces,(llámenme antiguo si quieren) una sonrisa de extrañeza y confusión cuando los digo en voz alta  cada vez que paso lista por las mañanas en un curso cualquiera. Sarai Pérez López, pronuncio atribulado y recuerdo a los hermanos de mi abuela María: Antonia, Salvador, Ramona,  Lola, Pepe y Domingo, a mi hermana María Rosa, a mis sobrinos Luis Santos y Mario, a mis sobrinas. María José y Concepción Teresa, a mi mujer Francisca Fe y a mis hijos Elisa Fe y Pascual. Sólo entonces recupero el ánimo y me tranquilizo.

                                                          

No hay comentarios:

Publicar un comentario