miércoles, 23 de noviembre de 2011

TONTO EL QUE LO LEA



Acaso porque no leíamos nada, ahora que tan de moda está afirmar que han descendido los índices de lectura, aunque en este país no ha habido nunca una época propicia para el placer de los libros, repetíamos aquella puerilidad a modo de trampa infantil, que, en el fondo, escondía una verdad como un templo, no porque solo leyeran los tontos, sino porque esa idea era la que dominaba en unos años grises de carestía, incultura y brutalidad. No cometeremos la osadía de pasar por alto el hecho singular de que la mejor novela de todos los tiempos y todos los lugares se escribió en esta tierra y en nuestra lengua, y su protagonista enloquece precisamente de tanto leer libros de caballería.
            Algo parecido me contaba mi abuela a propósito de un pariente lejano que perdió el seso mientras estudiaba leyes en Valencia, porque el esfuerzo de descifrar letras y palabras, cuyo sentido intrincado no ha sido casi nunca del interés público, puede conducirnos hasta los territorios del desvarío y de la enfermedad mental. Todavía hoy, mientras leo sentado en algún lugar público, siento las miradas de los transeúntes clavadas en mí con recelo y displicencia. Entre otros muchos lugares, los mejores ratos que pasé en la mili los invertí en la lectura, como en aquella guardia de veinticuatro horas en la que, entre garita y garita, mientras descansaba, devoré las páginas apasionantes de “El viaje al fin de la noche” del escritor francés Ferdinand Céline bajo la mirada torva y desconfiada del cabo, que terminó preguntándome por el tema de la novela. Un libro de guerra, le contesté con disimulada ironía y torné a mi embeleso.
            Ha leído siempre, no mucho desde luego, el ocioso, el señorito que adquiría el periódico los domingos e invertía la mañana en el casino con un café solitario entre la charla insustancial de los parroquianos y hojeando con mal disimulado desinterés el diario de turno. Han leído, desde hace unas décadas, los niños, si bien que tebeos y otras fruslerías, hasta transformarse en un verdadero fenómeno de difícil explicación, porque ha terminado convirtiéndose en un negocio editorial por todo lo alto junto a los inevitables libros de texto.
            Los antiguos, sin embargo, sentían desconfianza por quienes manejaban estos viejos artefactos polvorientos, como los llamó con no poco acierto el insigne Francisco Umbral, pero a la vez  experimentaban una devoción casi religiosa por cualquiera que supiera leer, que fuera capaz de defenderse en la vida, palabras textuales de mi padre y de los hombres de su generación, que habían llegado a tiempo de recibir algunas lecciones sueltas, pese a su origen humilde, de aquellos míticos maestros formados durante la República bajo el auspicio regeneracionista, que promulgaba la escuela y la despensa como las principales pretensiones de su afán por rehabilitar la conciencia y el ánimo de la patria, tan devaluado tras el desastre colonial del 98.
            Recuerdo que entre los libros que nos mandaban comprar en los primeros años de escuela estaban unas antologías de textos literarios y no literarios, que servían para perfeccionar nuestra competencia lectora. Solíamos leer en clase alto, claro y con sentido, tal y como rezaba el lema de la época, que aun hoy mi mujer y yo hemos usado con nuestros hijos, sin olvidar la comprensión y el comentario posterior sobre el contenido de la lectura. No otra cosa ha sido básicamente desde siempre la clave pedagógica de las diferentes instituciones educativas.
            Si uno sabía leer bien y entender cuanto había leído; si era capaz de entresacar las ideas más importantes, de resumir la sustancia de las palabras y ponerlo todo en práctica, de relacionar unas ideas con otras y llevar a cabo ese importante proceso de la analogía, con un mínimo de memoria, una buena dosis de raciocinio y determinadas destrezas, le era posible realizar cualquier oficio, profesión o especialidad, cuyos principios estuvieran contenidos en un libro.
            De ahí que en la Edad Media para ser médico o para desempeñar cualquier otra profesión de cierta prosapia bastaba con saber latín, porque en esta lengua estaban contenidos todos los saberes, todas las ciencias y todas las artes.
            Hemos perdido, por desgracia, ese respeto reverencial a la cultura escrita, a la palabra y al libro, en el que suelen estar, por otro lado, escritos todos los preceptos religiosos y todos los mitos, y hemos dado en esa simpleza, tan equivocada y archirepetida, de que  una imagen vale más que mil palabras. En absoluto. Uno es analfabeto únicamente si no sabe leer, mientras que si se queda ciego no le pondrán impedimento alguno para llegar a ocupar la presidencia de una de las grandes organizaciones españolas, la ONCE, sin ir más lejos, y algún otro importante medio audiovisual.
            Ahora me acuerdo de una vecina  sesentona, que en mi infancia dio en aprender a escribir y solía acercarse a mi casa para que la iniciara en el conocimiento de las primeras letras. No llegó a mucho su anhelo, pero, al menos, consiguió firmar con una rúbrica caótica e ininteligible.  Firmar ya era importante entonces, aunque uno no entendiera nada de lo que había suscrito.  



                                               Pascual García (pasgarcia62@gmail.com)

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