miércoles, 9 de noviembre de 2011

NUNCA HABLÁBAMOS DE AMOR
Ni nuestros padres ni nuestros abuelos hablaban de amor, al menos que yo recuerde, porque el amor entonces no estaba de moda. En el barrio del Castillo las historias galantes sucedían en los televisores y en las radios, en las fotonovelas, que las chicas leían a escondidas y se pasaban las unas a las otras, en el anhelo compartido por todas ellas de encontrar un buen novio y casarse, una vez que hubieran terminado su ajuar y su padre les diera el permiso pertinente.
 Tal vez el amor perteneciera por aquel tiempo a clases sociales de mayor alcurnia o cultura, como ha sucedido siempre, las que leían libros y hablaban con palabras que nosotros no entendíamos del todo, porque eran palabras de novelas y de películas y no estaban a nuestro alcance, más cerca de la tierra, del trabajo y de la supervivencia diaria.
Si nos paramos a pensarlo, el amor, como cualquier otro sentimiento, es, antes que nada, producto de una mera formulación lingüística; es decir, aunque el sentimiento exista antes que el verbo, sólo cuando lo nombramos, adquiere carta de naturaleza. Luego, a fuerza de repetirlo, termina por diluirse y desaparecer casi.  Al  cabo, los hombres y las mujeres se han buscado desde antiguo siguiendo sus instintos animales y con el único afán de la perduración de la especie  por bandera, aunque desconocieran este mandato supremo de la vida. Persisten los seres humanos y las ratas, por poner dos ejemplos dispares, porque el deseo sexual ha conducido a los machos hasta las hembras o, a la inversa, porque las hembras han llamado a los machos con olores peculiares, colores llamativos, azares diversos  o razones ardientes y miradas de arrobo, en nuestro caso.
La literatura y la filosofía la hemos puesto nosotros más tarde, acaso para embellecer un impulso atávico, que se resuelve en un ejercicio reconfortante, sin duda, pero ejercicio, al fin. Todas las culturas han levantado en torno a esta emoción primaria mitos, credos, ceremonias y fábulas innumerables como aquellas bellísimas de Los cuentos de las mil y una noches o la del Génesis, que nos pilla más cerca y que nunca entendí del todo. ¿Qué hubiese sido de la humanidad, si Adán y Eva no comen del árbol prohibido y descubren el deseo y el pecado? Entonces, ¿por qué fueron maldecidos y condenados?
Teologías aparte, nosotros procedemos de aquellas viejas relaciones púdicas, en las que un hombre y una mujer solo paseaban cogidos del brazo, cuando salían de la iglesia, unidos en santo matrimonio. Aquella noche ya eran libres de retozar a su arbitrio sobre las castas y blancas sábanas, que la esposa había cortado y había bordado durante los años y los meses de su juventud. A pesar de todo, acaso nunca hubiesen pronunciado la palabra amor, demasiado empalagosa, de un romanticismo trasnochado y pueril o excesiva para su humilde categoría social.
Se querían, desde luego, con un aprecio discreto y recatado, con un cariño prudente, que el paso de los años se encargaría de avivar y de adormecer sucesivamente, mientras iban llegando los hijos y se acrecentaban los gozos y los disgustos, a partes iguales. El mármol de la costumbre y de los días les impediría volver la vista atrás en busca de un fuego remoto, que tal vez nunca había prendido del todo, porque apenas hablaron de ello, porque lo ignoraron, no le dieron importancia o se limitaron a escucharlo en el cine con indiferencia, como se escucha un discurso ajeno e incomprensible. Solo la ignorancia y el pudor los habían mantenido juntos y acomodados durante tanto tiempo, sin hablar de un asunto que les era, quizás, incómodo y enojoso. Un asunto que, sin embargo y de forma paradójica, diseminaba la vida por todas partes como un milagro elemental y enigmático a la vez.

  

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