domingo, 30 de septiembre de 2012


LIBROS DE TEXTO


A principios de curso los maestros nos daban la lista de los libros y mis padres me los compraban en alguna de las dos únicas librerías de Moratalla, que ya se habían provisto del material conveniente, como correspondía a la temporada escolar. Luego, en un ejercicio de nostalgia irremediable, los he ido hojeando en la casa de mis padres, polvorientos pero todavía útiles, porque teníamos la precaución de forrarlos con plástico, metidos en grandes arcones junto con libretas y carpetas de apuntes, y he visto el precio marcado en la primera página. Manuales de geografía e historia, de lengua y literatura, de matemáticas, de física y química, de dibujo, de religión y hasta de deporte; cientos de páginas en vano, inservibles, excesivas e inutilizadas durante los años para los que fueron adquiridas, pues nunca, que yo recuerde, se abrió en clase el libro de matemáticas o el de física y química, sino que el maestro en la escuela o el profesor en el instituto impartía unos pocos apuntes y sobre esa base teórica íbamos realizando los ejercicios que, con otros datos pero con idénticos planteamientos, saldrían en los exámenes en su día.
            No recuerdo haber abierto nunca el libro de dibujo o expresión plástica y, menos aún, el de educación física, aunque los maestros insistían, porque las normas escolares eran claras en esto, que los alumnos los llevaran a clase como se lleva un objeto de culto al que veneramos pero del que lo desconocemos casi todo.
            En Caravaca, mientras estudiábamos BUP y COU ocurría otro tanto, pero jamás escuché a mis padres quejarse por este excesivo desembolso anual, antes al contrario, el modo más directo y sencillo de obtener un poco de liquidez en aquellos años de precariedad económica constituía precisamente en solicitarles la cantidad necesaria para hacerme con un libro imprescindible, para realizar unas fotocopias o para cualquier otra clase de gastos de índole escolar o universitaria. Mis padres nunca me negaron el dinero para esos gastos, tal vez porque intuían que eran casi sagrados y que en un futuro no muy lejano me resolverían la vida y, de paso, me harían más feliz y más fuerte. Era una especie de inversión a medio o largo plazo, cuyo beneficiario sería yo y, de paso, también ellos.
            Ahora yacen en el fondo de las arcas y de los grandes cajones de cartón aquellos libros de texto que se correspondían con cada una de las materias, pero que no siempre fueron indispensables, porque al maestro o al profesor, como nos sucede a mi esposa y a mí, no les hacía falta para llevar a cabo su tarea con éxito más que una pizarra y toda la atención y las ganas de aprender de sus alumnos para enseñarles lo necesario que incluyen los programas de cada curso. De hecho, durante el servicio militar, una vez había pasado el periodo de instrucción, les di clase por las tardes a unos grupos de soldados que no tenían la titulación básica, lo que por entonces era el certificado o el graduado escolar, y para ello no necesité programas, libros de texto, unidades didácticas ni otras zarandajas pedagógicas para las que ni ellos ni yo teníamos tiempo. De vez en cuando venían los inspectores y los examinaban en el vasto comedor del regimiento.
            La mejor prueba de que muchos de ellos aprobaron, obtuvieron su diploma y sacaron algún beneficio de aquel tiempo muerto de guardias aburridas, de cuarteles malolientes y de ranchos abominables fue que, de vez en cuando, en los bares o discotecas de los alrededores, los camareros no me dejaban pagar una copa o una cerveza, porque alguien, un individuo anónimo y agradecido ya lo había hecho antes por mí.
            Es verdad que los libros de texto son muy caros, que para colmo ahora se les aplica un impuesto mayor que al resto de los libros, como si fuesen un artículo de lujo, que no hemos logrado racionalizar su uso, para que al menos durante bastantes años sirvan, cuidándolos debidamente como los cuidábamos nosotros, para algunas generaciones de estudiantes y que los euros que se ahorren los gasten, como yo les suelo aconsejar, en buenos títulos de literatura, en novelas, poemarios y obras de teatro de nuestros clásicos castellanos, antiguos o modernos, pues que estos no pasarán nunca de moda y, al menos, podremos colocarlos en los aparadores o en las estanterías como un signo de distinción cultural.
            No resulta tan baladí la relación directa entre el índice cultural y el índice del paro en nuestras comunidades autónomas o en los países de nuestro entorno. Alguien podría preguntarse de manera inocente qué tendrá que ver la lectura del Quijote o de los poemas de García Lorca con el desarrollo industrial o con la crisis que nos ahoga. Quizás habría que preguntarles a los alemanes, que no solo estudian ingeniería, sino que leen de una forma concienzuda a sus escritores, escuchan a sus músicos y se sienten orgullosos de ser un pueblo grande y culto.
            Lo cierto es que hay menos desempleo entre los más preparados y que son ellos, a buen seguro, los que gobernarán en un futuro próximo el mundo.   


                                  

domingo, 23 de septiembre de 2012


EL DESEO ES VIDA

No solo no están de moda los celos hoy, sino que son incluso perjudiciales para la salud, políticamente incorrectos, pasados de moda y peligrosos en la esfera social; aquéllos que los sufren acaban siendo sospechosos de maltrato, porque inquirirle a una mujer por una determinada o probable infidelidad sentimental, por muchas pruebas que el individuo posea, es el principio de las desavenencias, los gritos y, en algunos casos, los golpes de carácter mortal.  Tengo, a veces, la impresión de que a los hombres se nos está criminalizando por el único motivo de serlo y eso es, en estos tiempos, una discriminación de género en toda regla. Debemos estar pendientes de nuestras palabras y de nuestros gestos, porque en ellos podría estar larvado el germen del mal.
            Cada mañana me miro al espejo y me digo que tal vez detrás de ese rostro sereno y bonancible se halle la sombra de un criminal en toda regla, de un torturador de mujeres, agazapado, oculto en una existencia apacible y en una identidad honorable.
            Escribo esto, porque yo he sido celoso toda la vida, y en estos días debo callar mi condición torcida y mi índole perversa. Por fortuna, no tengo motivos para recelar de mi esposa, pero los celos se han engendrado siempre en la irracionalidad, en la mera fantasía, y el celoso, a veces, se ha recreado en su propio disgusto imaginando lo que no tenía entidad alguna. Entonces, ha hecho preguntas a su compañera y ha indagado acerca de sus actividades fuera de su alcance, en las horas de asueto, en el trabajo o en cualquier otro ámbito extraño a los minutos compartidos, e incluso, ha supuesto escenas imposibles e inciertas.
            La compañera le ha afeado su falta de confianza, ha dado todo tipo de explicaciones, ha montado en cólera y lo ha mandado a freír espárragos, porque los celos lindan con el insulto y quien los padece debe controlar su brío, tornarse razonable y entender que no todos los hombres del mundo pretenden a su chica, una guapa cuarentona que bordea la esfera de los cincuenta, y que ella, a su vez, no está por la labor de darse al primero hombre que se le insinúe (ni al último tampoco).
            De muchachos y de más jóvenes, protestábamos por una mirada furtiva, por la atención especial que nuestra novia ponía en las palabras de otro amigo, por las horas en blanco sin ella, de las que nada sabíamos, por un sinfín de idioteces, a la postre, que sólo nos hacían sufrir a nosotros y a ellas. Nacía todo, desde luego, de un brutal sentimiento de posesión animal, y nada a nuestro alrededor nos sacaba de nuestro yerro, porque la literatura, el cine y la moral de la calle justificaban cualquier desmán en el nombre de esa pasión oscura que ha devenido plaga sanguinaria en estos últimos años.
            La maté porque era mía rezaba aquella copla salvaje e inhumana, pero aun las leyes permitían la atenuante de la pasión en un caso de homicidio, y las mujeres, sobre todo ellas, porque nosotros no hemos corrido peligro casi nunca, seguían manteniendo la herencia áurea de la honra del hombre, que en los viejos siglos se defendía con la punta de la espada y en un duelo a muerte.
            Y, sin embargo, desear el cuerpo y el alma de una mujer y  negarse a compartirlos con nadie es tan antiguo como el ser humano; hasta tal punto que constituye casi la prueba del nueve del verdadero amor, excluido el cariño infinito a los hijos y otros aprecios familiares. Acaso la naturaleza nos impele a buscar a la mujer para engendrar a los vástagos, a los que, sin embargo, no tenemos más remedio que dejarlos ir en algún momento. Algunos animales comparten sus parejas sin prejuicio alguno. Un gallo cumple con su labor solo en un gallinero de varias gallinas, del mismo modo un carnero o un macho cabrío o un toro, como si el asunto de la lealtad entre ellos no tuviese la menor importancia.
            Entre nosotros, todo resulta un poco más complicado. Elegimos a una mujer o una mujer nos elige a nosotros, (pues de este modo es como suele ocurrir con más frecuencia) y si ella nos gusta, un lazo especial nos une durante mucho tiempo, en ocasiones para siempre, y ese mismo lazo nos ata a la obligación de no darnos a nadie como nos damos entre nosotros, al privilegio de formar un vínculo casi sagrado, aunque nada tenga que ver Dios con esto,  y al orgullo de que alguien nos pertenezca y de que nosotros pertenezcamos a alguien.
            Cuando yo era un crío mi abuelo Pascual, que andaba a sus ochenta años enamorado aún de mi abuela María, y así se lo hacía saber en las latgas tardes de invierno frente a la chimenea, solía advertirme con sus mejores formas que una mujer era sagrada y que un hombre no debía hacerle daño nunca, si era un  verdadero hombre. De este modo pensábamos en el barrio del Castillo la mayoría. Los hombres podrían ser brutos y celosos, pero se vestían por los pies y respetaban a las mujeres, que eran la vida misma, el alma de la casa y la dulzura. Los otros, que también había alguno, no pasaban de ser unos desgraciados hijos de su madre con los que apenas nos tratábamos.
            Nos hallamos en estos años confusos y conturbados por la violencia creciente, de lo contrario seguiríamos apegados a unas pocas emociones que nos unen aún a nuestro origen. Y no deberíamos avergonzarnos de sentir celos (o celo, mejor todavía) por la mujer que comparte nuestra existencia, o por el hombre. Sólo el deseo promueve y justifica esta desazón. Y el deseo es vida.

                                   

lunes, 17 de septiembre de 2012


FELIZ CUMPLEAÑOS


Hace apenas unos meses me cayeron, como si nada, cincuenta años de golpe y en vez de deprimirme, que tan de moda ha estado siempre entre la gente bien y con posibles, me dije en un momento de lucidez extrema que había tenido suerte de llegar tan lejos, de alcanzar cinco décadas o medio siglo y continuar respirando como si tal cosa después de un par de enfermedades mortales y no pocas vicisitudes. No hice examen de conciencia ni nada, me limité a acudir a mi trabajo, recibí las felicitaciones y los regalos de mi familia, contesté a las docenas de mensajes que albergaba mi correo electrónico y pasé un día como cualquier otro.
            Se suceden los años y uno se pregunta si han merecido la pena: el esfuerzo duro desde niño, las estrecheces, los sueños, que, por fortuna, vienen cumpliéndose hasta hoy, la mayoría al menos, el dolor inexcusable, la miseria cotidiana y gris del transcurso de las horas, tan lento en ocasiones, tan veloz cuando intentamos detenerlo, los amores correspondidos, los deseos insatisfechos, pero los hijos ya espigados, por fortuna, sanos e inteligentes, el trabajo seguro y la pasión pertinaz de leer y escribir a pesar de todo para ser con más fuerza, para vivir más que nadie, para sentir de manera más intensa.
            Ya no puedo aducir aquello de cincuenta años no es nada, porque ésa es una cantinela para los veinte y ya me hallo muy lejos de aquella antesala al paraíso, cuando todo parecía al alcance de mis manos y, en cambio, todavía nada había ocurrido definitivamente.
            Echar la vista atrás no implica necesariamente elegir la tristeza como única compañera, porque yo sigo creyendo que lo mejor está aún por venir, que el trabajo me aguarda sorpresas inesperadas y que no he escrito aún mi mejor libro ni lo he leído tampoco.
            El futuro son también y sobre todo mis hijos, y su ventura es mi ventura de ahora en adelante, porque cada uno de sus triunfos, aun los más humildes, esos flamantes sobresalientes que traen a casa desde el instituto o los premios que ganan en diversos concursos escolares, me pertenece tanto como si fueran míos.
            Tengo cincuenta años y hace treinta no hubiese imaginado ni por un minuto que yo sería éste que escribe frente a la pantalla de un ordenador, acaba de publicar su última obra y mantiene un puñado de sueños intactos y algunas convicciones con las que no transijo todavía.
            Me encanta el buen cine, casi toda la música, pero mejor si es de calidad, las mujeres guapas e inteligentes y los amigos nobles y de toda la vida. Me gustan las corridas de toros, la playa en verano y el monte en invierno; no me hace gracia la paella de los domingos, pero echo de menos aquella extraordinaria ensalada de alubias que cocinaba mi madre y que ya no puede hacer mi mujer, porque no soy capaz de digerirla. No bebo apenas ni tomo café de bar, pero una copa de vino tinto en invierno o de blanco helado en verano es un privilegio que no he perdido aún, y cada día, haga frío o calor, me pido un café granizado con una chispa  de leche preparada en Chambi, al inicio de la avenida Alfonso X de Murcia, la mejor heladería que conozco, sin duda, y me lo voy bebiendo lentamente sentado a la mesa de mi trabajo o en el escritorio de mi casa.
            Vuelvo a Moratalla cada vez que puedo y veo a mis amigos de siempre, con los que parece que haya dejado de jugar a la bola o al zompo hace apenas unas horas; cruzo la Calle Mayor, consternado porque ya no es la calle señorial, limpia y con prosapia que  recuerdo, llego hasta la Plaza de la Iglesia y me asomo estremecido a la balconada sobre la huerta y el monte. Me reconozco en cada uno de estos tramos, en la cuesta empinada que subo por el viejo callejón de siempre por donde tantas veces subió mi madre cargada con las capazas del mercado, y en el Patio del Campanario hago una pequeña pausa y rememoro el olor de las tardes de otoño, las alhábegas y los claveles plantados en los tiestos de un rincón cualquiera, mientras damos patadas a una pelota de plástico y las mujeres nos increpan porque temen que de un momento a otro les rompamos un cristal o una de sus macetas entrañables; oigo la algarabía de los muchachos y las muchachas jugando sobre el piso de tierra, a la sombra de la casona derruida y majestuosa de don Faustino  y convengo en que el tiempo ha pasado demasiado rápido.
            ¡Feliz cumpleaños!, me digo a mí mismo con el mejor ánimo, y a otra cosa.





                                   

jueves, 13 de septiembre de 2012



PORQUE LO DIGO YO


Eran otros tiempos, sin duda,  y vivíamos casi en un estado cuartelario. Nadie rebatía las órdenes de un superior, fuese civil o militar, y entonces todos sabíamos quién era esa persona. Había un jefe, un patrón o un encargado en el trabajo; teníamos a un profesor o a un maestro en la escuela; un médico, en el hospital; un policía, en la calle; tu madre y tu padre, en tu casa, y cualquier individuo mayor de edad, en todas partes.
         Recibíamos los mandatos  sin explicaciones y, si preguntábamos los motivos, se nos contestaba con frecuencia con ese inapelable porque lo digo yo. No creo que fuera justo, educativo o ejemplar, pero la autoridad en él contenida resultaba de una firmeza incontestable. Éramos menores y no teníamos derecho a cuestionar las enseñanzas, las medicinas, los consejos o  las obligaciones; de hecho, en general, no se aprende nada sin admitir de partida nuestro más absoluto desconocimiento, ni se cura uno sin aceptar la enfermedad de antemano. Sócrates con su célebre mayéutica partía siempre de la asunción de la ignorancia de sus discípulos.
         Con la muerte de Franco y la venida de los mejores años que ha disfrutado este país en muchos siglos, la escuela y la sociedad fueron cediendo en rigor y en dureza. Los vicios de la detestada dictadura dieron lugar a otros vicios de no mejor índole y, de una forma paulatina, acabamos en un territorio de nadie, al albur del mejor postor, sin demasiadas normas y, sobre todo, con una evidente animadversión contra todo lo impuesto, lo preceptivo o lo irrefutable.
         Hoy nadie posee la autoridad suficiente para dejar las cosas claras, ni en la escuela o en los hospitales, donde los profesionales son agredidos a menudo, ni en las familias, que no aciertan con la fórmula para defenderse de sus nuevos, peligrosos y jóvenes tiranos.
         Hemos sembrado, en alguna medida, el desconcierto, la incertidumbre y la confusión. Poco y muy frágil podrá levantarse sobre estos cimientos. No está en mi ánimo, desde luego, volver el rostro atrás y defender la opresión y la injusticia, de nuevo, y no me considero un moralista, en absoluto. No echo de menos aquel absurdo y necio porque lo digo yo.

         De la memoria en la enseñanza pasamos al mero razonamiento sin contenido, de la terapia médica a la brujería de pacotilla, del sentido común a la estupidez. Como los culos todos tenemos nuestra opinión, pero, a la vez, el derecho a refutar la opinión del otro, sin enmienda, igual da que se trate de un neurocirujano de prestigio, un ingeniero de caminos o un ilustre catedrático. Hasta es posible que su posición intelectual les perjudique en cierta manera, porque nadie parece debatir sobre los argumentos verdaderos, la sabiduría, el conocimiento técnico, la experiencia profesional y otras zarandajas de este jaez, de lo que se trata es de no aceptar una opinión, una idea, un método o, incluso, una verdad científica, porque hemos llegado a la conclusión, tras muchos años de aguantar la jerarquía, de que todo es arbitrario y está sujeto a discusión y a duda.
            Pero no habrá más remedio que hacer algo a este propósito y aprender a acatar alguna clase de ley o de norma de los que saben o pueden, de los que no tienen  siempre que dar explicaciones a cada paso, porque su palabra nos basta.


                            

martes, 4 de septiembre de 2012


LOCOS


Los muchachos les teníamos miedo, tal vez porque la locura, aunque no siempre se manifieste con violencia, convierte a los hombres que la padecen en individuos alejados de lo humano común, en seres diferentes a nosotros. Y lo diferente siempre es temible. Luego están las leyendas, las habladurías y los rumores, que se extendían como un manto oscuro por las calles del barrio y contaban hechos terribles, ceremonias nocturnas de horror que nos llenaban de espanto. En ocasiones, atisbábamos en la sombra de una cortina un semblante enflaquecido y macilento, de barba hirsuta y  pelo largo y despeinado, en un desorden agresivo, que nos infundía pavor. Corríamos, entonces, calle adelante como alma que lleva el diablo, gritando y braceando como si nos persiguieran las vacas del Santísimo Cristo del Rayo.
            Era un terror irracional, fruto de nuestra ignorancia y de nuestra animadversión hacia el otro, auspiciado por una infancia alimentada por mitologías, cuentos fantásticos y sucesos cruentos, narrados en voz baja en las noches de invierno.
            Si nos asustaban el hombre del saco, el tío de la sangre o el Lute, por poner algunos ejemplos ilustres de la época, una persona de carne y hueso, cuya identidad conocíamos todos, porque vivía algunas calles más abajo o más arriba, a la que veíamos muy de vez en cuando, en los permisos preceptivos del manicomio, era aún peor, pues la teníamos más cerca y nos conocía; lo veíamos pasar por la calle y evitábamos encontrarnos con él cara a cara. Y, sin embargo, vigilábamos la ventana y la puerta, donde sabíamos que residía, con la esperanza morbosa de divisarlo, de sorprenderlo en una actitud insólita o extravagante, preparados, en cualquier caso, a salir pitando ante la más mínima señal de alarma.
            Solían pasear con las manos entrelazadas a la espalda, la cabeza baja, el rostro apesadumbrado y un aire entre ingenuo e inquietante de una parte a otra de los patios que menudean en el barrio, buscando la sombra en verano y calentándose al sol en el estío, la cara grave y el ademán misterioso, porque nadie podía alcanzar aquello que sus mentes repasaban de una forma caótica e incesante jornada tras jornada.
            No estaban convencionalmente enfermos, pero no podían trabajar como el resto de los hombres; de ahí que tuvieran demasiado tiempo libre y terminaran formando parte del paisaje callejero, de aquella infancia remota y agridulce, en la que cada mínimo detalle era decisivo, sin duda, e iba a afectarnos de una forma u otra en nuestra particular visión del mundo.
            Para un niño de pocos años aquellos hombres, pues ahora que caigo apenas recuerdo a una mujer con problemas mentales, resultaban a todas luces un enigma desasosegante, el arcano de la condición humana en un ámbito reconocible, sencillo y de su absoluta posesión. Todo era normal y previsible, excepto ellos, y este dato nos ofrecía la ocasión de apelar a la aventura en medio de la cotidianidad, porque la lucidez no es otra cosa, en ocasiones, que la servidumbre a la conveniencia, a los intereses espurios y a la comodidad, mientras que la locura constituye la subversión de todos los valores y parámetros humanos y la preeminencia de la arbitrariedad, la insumisión y el riesgo.
            Los hombres y las mujeres que habitaban el barrio de El Castillo, como en cualquier otra parte, respondían, en cierta medida, a unos estímulos de supervivencia y a unas emociones controladas por el respeto, la educación y los sentimientos humanos. Estaba bien que así fuera, pero de ellos no podíamos esperar del todo sorpresas estrafalarias, palabras absurdas o gestos disparatados y, menos aún, una amenaza latente, el brillo desquiciante de una pupila afiebrada, el ademán crispado de un rostro cuyas intenciones desconocíamos.
            La verdad es que nadie les hacía demasiado caso, ni sus congéneres ni los médicos ni los poderes públicos. Se encontraban al margen de la vida misma  y nadie sabía muy bien qué hacer con ellos. Cuando los familiares se cansaban de tenerlos en casa o los síntomas de la enfermedad acuciaban, se daba aviso al frenopático más cercano y punto.
            Un día, presenciábamos la llegada de un coche extraño y de unos individuos desconocidos, llamativamente corpulentos y de una seriedad solemne. A los pocos minutos escoltaban al hombre, vestido con una camisa de fuerza, y le obligaban a entrar en el vehículo.
            Casi todos morían lejos del pueblo y poco a poco iba extinguiéndose su leyenda, pero a veces se corría la especie de que alguno se había escapado de su centro de reclusión, como un delincuente se fuga de un penal, y a los muchachos del barrio nos estremecía imaginarlo, otra vez, entre nosotros, acechando nuestros pasos, ubicuo y peligroso.


                                  

sábado, 1 de septiembre de 2012


MATAR PARA VIVIR



Vivimos un tiempo de suspicacias culturales, sensibilidades sociales extremas, pudores exacerbados y proscripciones de todo tipo. Con frecuencia nos damos de bruces con eso que ha dado en llamarse lo políticamente correcto, una suerte de superideología, emanada de los usos y gestos políticos y propagada por los medios de comunicación a la vertiginosa velocidad de la luz, sea ésta la que fuere, y que todos asumimos sin rechistar, porque de momento estamos a gusto y calentitos y no querríamos dejar el sitio a nadie.
            La violencia y la muerte es uno de tantos tabúes actuales, al que nos acercamos apenas de puntillas para sentenciar y condenar de antemano el hecho en sí y a cuantos protagonistas se hallen en su cercanía. Ahora bien, reprobamos determinados actos violentos y aceptamos y aplaudimos otros, sin tener en cuenta que lo que en una época fue ilegítimo y puro terrorismo, en otra se consideró mera defensa de las libertades y de la justicia. La Revolución francesa pasó por la guillotina a centenares de aristócratas de relucientes pelucas con la impunidad de unas leyes que decenios atrás habían masacrado al pueblo. En Rusia y en China sucedió otro tanto y, en la actualidad, lo vemos a menudo en distintos lugares del universo mundo.
            Proclamemos contra Rousseau que el hombre no es bueno por naturaleza, sino quizás todo lo contrario, y que a Jesucristo también lo mataron un puñado de hombres bienintencionados. Mientras la guerra, la tortura y la desvergüenza política internacional campan a sus anchas, fijamos nuestra miserable atención en nimiedades risibles, en acontecimientos grotescos. Defendemos a ultranza a los animales y nos duele su tormento cotidiano, pero para estas fechas ya hemos llevado a cabo la matanza del chino, del que saldrán apetitosas longanizas, suculentos chorizos, lomos sabrosos y extraordinarios perniles. Nadie le hará ascos, al menos yo no, a los misteriosos envueltos, a los blancos aromáticos, a la gustosa butifarra y a las exquisitas morcillas, aunque todos sabemos que para alcanzar esta seductora alquimia del paladar hemos tenido que capar un cerdo, lo hemos engordado durante casi un año y lo hemos matado sobre una mesa con un cuchillo especial, que le hemos clavado en el cuello para desangrarlo, pues todo en este animal superior terminará siendo alimento y placer a la hora de la comida.
            Todavía recuerdo a mi padre, en los días de fiesta o cuando venían mis tíos, retorciéndole el cuello a un espléndido pollo de corral o a un soberbio pavo de plumaje negro, o desnucando un tierno conejo de suave pelaje con la destreza de un matarife profesional. 
            En aquellos años se sacrificaban los animales en la casa, las mujeres los pelaban o los desplumaban, los limpiaban y troceaban debidamente y cocinaban unos deliciosos arroces o unos guisos soberanos, que todos comíamos con glotonería celebratoria, porque la mejor conmemoración ha sido siempre, y lo sigue siendo, la comida que compartimos con los nuestros. Tal vez la muerte por aquellos días no tuviese tanta relevancia como tiene hoy, acaso porque la vida resultaba más azarosa, incómoda y desabrida, y porque una guerra cercana y devastadora les había enseñado a nuestros padres y a nuestros abuelos que la verdadera atrocidad era el fallecimiento de los hombres en el campo de batalla y de las mujeres en sus labores y a una edad temprana y la de los niños en el mismo nacimiento; que el ser humano moría con una facilidad estremecedora  y que la existencia constituía un verdadero y medieval valle de lágrimas.
            Ante semejante brutalidad, casi no tenía importancia el sacrificio de los animales, sean cuales fueren, cuya guarda y custodia, por cierto,  nos había concedido el propio Dios. Es verdad que morían demasiados ejemplares del modo más gratuito, que nadie hubiese puesto en duda la categoría artística y la emoción de una corrida de toros o la necesidad y el sentido de la caza, como un deporte de ancestrales orígenes. No sé si el hombre era en aquel tiempo más insensible o albergaba menos prejuicios, pero yo recuerdo que en mi infancia estas cosas eran normales y estaban a la orden del día.
            Morían los niños muy a menudo y, lo que es aún más cruel, morían las madres y dejaban la familia desguarnecida y rota. En medio de tanto dolor, no había lugar para monsergas ni tabarras sensibleras, porque la vida ya era suficientemente dura y el pasado aún había sido peor.
            Desde que el hombre es hombre no ha tenido más remedio que matar para vivir. Esa ha sido la ley de su supervivencia. Hoy nos basta con ir al supermercado y comprar unos filetes o un pollo al ast. Nuestra conciencia está en calma, porque nos conformamos con llamar asesinos a los que acuden a las corridas de toros y proteger del maltrato a perros peligrosos que terminan por mordernos en la yugular, mientras el planeta se destruye año tras año y sus habitantes, nuestros iguales, no cesan en su afán despiadado por aniquilarse.