jueves, 13 de septiembre de 2012



PORQUE LO DIGO YO


Eran otros tiempos, sin duda,  y vivíamos casi en un estado cuartelario. Nadie rebatía las órdenes de un superior, fuese civil o militar, y entonces todos sabíamos quién era esa persona. Había un jefe, un patrón o un encargado en el trabajo; teníamos a un profesor o a un maestro en la escuela; un médico, en el hospital; un policía, en la calle; tu madre y tu padre, en tu casa, y cualquier individuo mayor de edad, en todas partes.
         Recibíamos los mandatos  sin explicaciones y, si preguntábamos los motivos, se nos contestaba con frecuencia con ese inapelable porque lo digo yo. No creo que fuera justo, educativo o ejemplar, pero la autoridad en él contenida resultaba de una firmeza incontestable. Éramos menores y no teníamos derecho a cuestionar las enseñanzas, las medicinas, los consejos o  las obligaciones; de hecho, en general, no se aprende nada sin admitir de partida nuestro más absoluto desconocimiento, ni se cura uno sin aceptar la enfermedad de antemano. Sócrates con su célebre mayéutica partía siempre de la asunción de la ignorancia de sus discípulos.
         Con la muerte de Franco y la venida de los mejores años que ha disfrutado este país en muchos siglos, la escuela y la sociedad fueron cediendo en rigor y en dureza. Los vicios de la detestada dictadura dieron lugar a otros vicios de no mejor índole y, de una forma paulatina, acabamos en un territorio de nadie, al albur del mejor postor, sin demasiadas normas y, sobre todo, con una evidente animadversión contra todo lo impuesto, lo preceptivo o lo irrefutable.
         Hoy nadie posee la autoridad suficiente para dejar las cosas claras, ni en la escuela o en los hospitales, donde los profesionales son agredidos a menudo, ni en las familias, que no aciertan con la fórmula para defenderse de sus nuevos, peligrosos y jóvenes tiranos.
         Hemos sembrado, en alguna medida, el desconcierto, la incertidumbre y la confusión. Poco y muy frágil podrá levantarse sobre estos cimientos. No está en mi ánimo, desde luego, volver el rostro atrás y defender la opresión y la injusticia, de nuevo, y no me considero un moralista, en absoluto. No echo de menos aquel absurdo y necio porque lo digo yo.

         De la memoria en la enseñanza pasamos al mero razonamiento sin contenido, de la terapia médica a la brujería de pacotilla, del sentido común a la estupidez. Como los culos todos tenemos nuestra opinión, pero, a la vez, el derecho a refutar la opinión del otro, sin enmienda, igual da que se trate de un neurocirujano de prestigio, un ingeniero de caminos o un ilustre catedrático. Hasta es posible que su posición intelectual les perjudique en cierta manera, porque nadie parece debatir sobre los argumentos verdaderos, la sabiduría, el conocimiento técnico, la experiencia profesional y otras zarandajas de este jaez, de lo que se trata es de no aceptar una opinión, una idea, un método o, incluso, una verdad científica, porque hemos llegado a la conclusión, tras muchos años de aguantar la jerarquía, de que todo es arbitrario y está sujeto a discusión y a duda.
            Pero no habrá más remedio que hacer algo a este propósito y aprender a acatar alguna clase de ley o de norma de los que saben o pueden, de los que no tienen  siempre que dar explicaciones a cada paso, porque su palabra nos basta.


                            

No hay comentarios:

Publicar un comentario