PORQUE
LO DIGO YO
Eran
otros tiempos, sin duda, y vivíamos casi
en un estado cuartelario. Nadie rebatía las órdenes de un superior, fuese civil
o militar, y entonces todos sabíamos quién era esa persona. Había un jefe, un
patrón o un encargado en el trabajo; teníamos a un profesor o a un maestro en
la escuela; un médico, en el hospital; un policía, en la calle; tu madre y tu
padre, en tu casa, y cualquier individuo mayor de edad, en todas partes.
Recibíamos los mandatos sin explicaciones y, si preguntábamos los
motivos, se nos contestaba con frecuencia con ese inapelable porque lo digo yo. No creo que fuera
justo, educativo o ejemplar, pero la autoridad en él contenida resultaba de una
firmeza incontestable. Éramos menores y no teníamos derecho a cuestionar las
enseñanzas, las medicinas, los consejos o las obligaciones; de hecho, en general, no se
aprende nada sin admitir de partida nuestro más absoluto desconocimiento, ni se
cura uno sin aceptar la enfermedad de antemano. Sócrates con su célebre
mayéutica partía siempre de la asunción de la ignorancia de sus discípulos.
Con la muerte de Franco y la venida de
los mejores años que ha disfrutado este país en muchos siglos, la escuela y la
sociedad fueron cediendo en rigor y en dureza. Los vicios de la detestada
dictadura dieron lugar a otros vicios de no mejor índole y, de una forma
paulatina, acabamos en un territorio de nadie, al albur del mejor postor, sin
demasiadas normas y, sobre todo, con una evidente animadversión contra todo lo
impuesto, lo preceptivo o lo irrefutable.
Hoy nadie posee la autoridad suficiente
para dejar las cosas claras, ni en la escuela o en los hospitales, donde los
profesionales son agredidos a menudo, ni en las familias, que no aciertan con
la fórmula para defenderse de sus nuevos, peligrosos y jóvenes tiranos.
Hemos sembrado, en alguna medida, el
desconcierto, la incertidumbre y la confusión. Poco y muy frágil podrá
levantarse sobre estos cimientos. No está en mi ánimo, desde luego, volver el
rostro atrás y defender la opresión y la injusticia, de nuevo, y no me
considero un moralista, en absoluto. No echo de menos aquel absurdo y necio
porque lo digo yo.
De la memoria en la
enseñanza pasamos al mero razonamiento sin contenido, de la terapia médica a la
brujería de pacotilla, del sentido común a la estupidez. Como los culos todos tenemos
nuestra opinión, pero, a la vez, el derecho a refutar la opinión del otro, sin
enmienda, igual da que se trate de un neurocirujano de prestigio, un ingeniero
de caminos o un ilustre catedrático. Hasta es posible que su posición
intelectual les perjudique en cierta manera, porque nadie parece debatir sobre
los argumentos verdaderos, la sabiduría, el conocimiento técnico, la
experiencia profesional y otras zarandajas de este jaez, de lo que se trata es
de no aceptar una opinión, una idea, un método o, incluso, una verdad
científica, porque hemos llegado a la conclusión, tras muchos años de aguantar
la jerarquía, de que todo es arbitrario y está sujeto a discusión y a duda.
Pero no habrá más
remedio que hacer algo a este propósito y aprender a acatar alguna clase de ley
o de norma de los que saben o pueden, de los que no tienen siempre que dar explicaciones a cada paso,
porque su palabra nos basta.
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