EL DESEO ES
VIDA
No solo no
están de moda los celos hoy, sino que son incluso perjudiciales para la salud,
políticamente incorrectos, pasados de moda y peligrosos en la esfera social;
aquéllos que los sufren acaban siendo sospechosos de maltrato, porque inquirirle
a una mujer por una determinada o probable infidelidad sentimental, por muchas
pruebas que el individuo posea, es el principio de las desavenencias, los
gritos y, en algunos casos, los golpes de carácter mortal. Tengo, a veces, la impresión de que a los
hombres se nos está criminalizando por el único motivo de serlo y eso es, en
estos tiempos, una discriminación de género en toda regla. Debemos estar
pendientes de nuestras palabras y de nuestros gestos, porque en ellos podría estar
larvado el germen del mal.
Cada mañana me miro al espejo y me
digo que tal vez detrás de ese rostro sereno y bonancible se halle la sombra de
un criminal en toda regla, de un torturador de mujeres, agazapado, oculto en
una existencia apacible y en una identidad honorable.
Escribo esto, porque yo he sido
celoso toda la vida, y en estos días debo callar mi condición torcida y mi
índole perversa. Por fortuna, no tengo motivos para recelar de mi esposa, pero
los celos se han engendrado siempre en la irracionalidad, en la mera fantasía,
y el celoso, a veces, se ha recreado en su propio disgusto imaginando lo que no
tenía entidad alguna. Entonces, ha hecho preguntas a su compañera y ha indagado
acerca de sus actividades fuera de su alcance, en las horas de asueto, en el
trabajo o en cualquier otro ámbito extraño a los minutos compartidos, e
incluso, ha supuesto escenas imposibles e inciertas.
La compañera le ha afeado su falta
de confianza, ha dado todo tipo de explicaciones, ha montado en cólera y lo ha
mandado a freír espárragos, porque los celos lindan con el insulto y quien los
padece debe controlar su brío, tornarse razonable y entender que no todos los
hombres del mundo pretenden a su chica, una guapa cuarentona que bordea la
esfera de los cincuenta, y que ella, a su vez, no está por la labor de darse al
primero hombre que se le insinúe (ni al último tampoco).
De muchachos y de más jóvenes,
protestábamos por una mirada furtiva, por la atención especial que nuestra
novia ponía en las palabras de otro amigo, por las horas en blanco sin ella, de
las que nada sabíamos, por un sinfín de idioteces, a la postre, que sólo nos
hacían sufrir a nosotros y a ellas. Nacía todo, desde luego, de un brutal
sentimiento de posesión animal, y nada a nuestro alrededor nos sacaba de
nuestro yerro, porque la literatura, el cine y la moral de la calle
justificaban cualquier desmán en el nombre de esa pasión oscura que ha devenido
plaga sanguinaria en estos últimos años.
La
maté porque era mía rezaba aquella copla salvaje e inhumana, pero aun las
leyes permitían la atenuante de la pasión en un caso de homicidio, y las
mujeres, sobre todo ellas, porque nosotros no hemos corrido peligro casi nunca,
seguían manteniendo la herencia áurea de la honra del hombre, que en los viejos
siglos se defendía con la punta de la espada y en un duelo a muerte.
Y, sin embargo, desear el cuerpo y
el alma de una mujer y negarse a
compartirlos con nadie es tan antiguo como el ser humano; hasta tal punto que
constituye casi la prueba del nueve
del verdadero amor, excluido el cariño infinito a los hijos y otros aprecios
familiares. Acaso la naturaleza nos impele a buscar a la mujer para engendrar a
los vástagos, a los que, sin embargo, no tenemos más remedio que dejarlos ir en
algún momento. Algunos animales comparten sus parejas sin prejuicio alguno. Un
gallo cumple con su labor solo en un gallinero de varias gallinas, del mismo
modo un carnero o un macho cabrío o un toro, como si el asunto de la lealtad
entre ellos no tuviese la menor importancia.
Entre nosotros, todo resulta un poco
más complicado. Elegimos a una mujer o una mujer nos elige a nosotros, (pues de
este modo es como suele ocurrir con más frecuencia) y si ella nos gusta, un
lazo especial nos une durante mucho tiempo, en ocasiones para siempre, y ese
mismo lazo nos ata a la obligación de no darnos a nadie como nos damos entre
nosotros, al privilegio de formar un vínculo casi sagrado, aunque nada tenga
que ver Dios con esto, y al orgullo de
que alguien nos pertenezca y de que nosotros pertenezcamos a alguien.
Cuando yo era un crío mi abuelo
Pascual, que andaba a sus ochenta años enamorado aún de mi abuela María, y así
se lo hacía saber en las latgas tardes de invierno frente a la chimenea, solía
advertirme con sus mejores formas que una mujer era sagrada y que un hombre no
debía hacerle daño nunca, si era un
verdadero hombre. De este modo pensábamos en el barrio del Castillo la
mayoría. Los hombres podrían ser brutos y celosos, pero se vestían por los pies
y respetaban a las mujeres, que eran la vida misma, el alma de la casa y la
dulzura. Los otros, que también había alguno, no pasaban de ser unos
desgraciados hijos de su madre con los que apenas nos tratábamos.
Nos hallamos en estos años confusos
y conturbados por la violencia creciente, de lo contrario seguiríamos apegados
a unas pocas emociones que nos unen aún a nuestro origen. Y no deberíamos
avergonzarnos de sentir celos (o celo, mejor todavía) por la mujer que comparte
nuestra existencia, o por el hombre. Sólo el deseo promueve y justifica esta
desazón. Y el deseo es vida.
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