martes, 4 de septiembre de 2012


LOCOS


Los muchachos les teníamos miedo, tal vez porque la locura, aunque no siempre se manifieste con violencia, convierte a los hombres que la padecen en individuos alejados de lo humano común, en seres diferentes a nosotros. Y lo diferente siempre es temible. Luego están las leyendas, las habladurías y los rumores, que se extendían como un manto oscuro por las calles del barrio y contaban hechos terribles, ceremonias nocturnas de horror que nos llenaban de espanto. En ocasiones, atisbábamos en la sombra de una cortina un semblante enflaquecido y macilento, de barba hirsuta y  pelo largo y despeinado, en un desorden agresivo, que nos infundía pavor. Corríamos, entonces, calle adelante como alma que lleva el diablo, gritando y braceando como si nos persiguieran las vacas del Santísimo Cristo del Rayo.
            Era un terror irracional, fruto de nuestra ignorancia y de nuestra animadversión hacia el otro, auspiciado por una infancia alimentada por mitologías, cuentos fantásticos y sucesos cruentos, narrados en voz baja en las noches de invierno.
            Si nos asustaban el hombre del saco, el tío de la sangre o el Lute, por poner algunos ejemplos ilustres de la época, una persona de carne y hueso, cuya identidad conocíamos todos, porque vivía algunas calles más abajo o más arriba, a la que veíamos muy de vez en cuando, en los permisos preceptivos del manicomio, era aún peor, pues la teníamos más cerca y nos conocía; lo veíamos pasar por la calle y evitábamos encontrarnos con él cara a cara. Y, sin embargo, vigilábamos la ventana y la puerta, donde sabíamos que residía, con la esperanza morbosa de divisarlo, de sorprenderlo en una actitud insólita o extravagante, preparados, en cualquier caso, a salir pitando ante la más mínima señal de alarma.
            Solían pasear con las manos entrelazadas a la espalda, la cabeza baja, el rostro apesadumbrado y un aire entre ingenuo e inquietante de una parte a otra de los patios que menudean en el barrio, buscando la sombra en verano y calentándose al sol en el estío, la cara grave y el ademán misterioso, porque nadie podía alcanzar aquello que sus mentes repasaban de una forma caótica e incesante jornada tras jornada.
            No estaban convencionalmente enfermos, pero no podían trabajar como el resto de los hombres; de ahí que tuvieran demasiado tiempo libre y terminaran formando parte del paisaje callejero, de aquella infancia remota y agridulce, en la que cada mínimo detalle era decisivo, sin duda, e iba a afectarnos de una forma u otra en nuestra particular visión del mundo.
            Para un niño de pocos años aquellos hombres, pues ahora que caigo apenas recuerdo a una mujer con problemas mentales, resultaban a todas luces un enigma desasosegante, el arcano de la condición humana en un ámbito reconocible, sencillo y de su absoluta posesión. Todo era normal y previsible, excepto ellos, y este dato nos ofrecía la ocasión de apelar a la aventura en medio de la cotidianidad, porque la lucidez no es otra cosa, en ocasiones, que la servidumbre a la conveniencia, a los intereses espurios y a la comodidad, mientras que la locura constituye la subversión de todos los valores y parámetros humanos y la preeminencia de la arbitrariedad, la insumisión y el riesgo.
            Los hombres y las mujeres que habitaban el barrio de El Castillo, como en cualquier otra parte, respondían, en cierta medida, a unos estímulos de supervivencia y a unas emociones controladas por el respeto, la educación y los sentimientos humanos. Estaba bien que así fuera, pero de ellos no podíamos esperar del todo sorpresas estrafalarias, palabras absurdas o gestos disparatados y, menos aún, una amenaza latente, el brillo desquiciante de una pupila afiebrada, el ademán crispado de un rostro cuyas intenciones desconocíamos.
            La verdad es que nadie les hacía demasiado caso, ni sus congéneres ni los médicos ni los poderes públicos. Se encontraban al margen de la vida misma  y nadie sabía muy bien qué hacer con ellos. Cuando los familiares se cansaban de tenerlos en casa o los síntomas de la enfermedad acuciaban, se daba aviso al frenopático más cercano y punto.
            Un día, presenciábamos la llegada de un coche extraño y de unos individuos desconocidos, llamativamente corpulentos y de una seriedad solemne. A los pocos minutos escoltaban al hombre, vestido con una camisa de fuerza, y le obligaban a entrar en el vehículo.
            Casi todos morían lejos del pueblo y poco a poco iba extinguiéndose su leyenda, pero a veces se corría la especie de que alguno se había escapado de su centro de reclusión, como un delincuente se fuga de un penal, y a los muchachos del barrio nos estremecía imaginarlo, otra vez, entre nosotros, acechando nuestros pasos, ubicuo y peligroso.


                                  

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