lunes, 17 de septiembre de 2012


FELIZ CUMPLEAÑOS


Hace apenas unos meses me cayeron, como si nada, cincuenta años de golpe y en vez de deprimirme, que tan de moda ha estado siempre entre la gente bien y con posibles, me dije en un momento de lucidez extrema que había tenido suerte de llegar tan lejos, de alcanzar cinco décadas o medio siglo y continuar respirando como si tal cosa después de un par de enfermedades mortales y no pocas vicisitudes. No hice examen de conciencia ni nada, me limité a acudir a mi trabajo, recibí las felicitaciones y los regalos de mi familia, contesté a las docenas de mensajes que albergaba mi correo electrónico y pasé un día como cualquier otro.
            Se suceden los años y uno se pregunta si han merecido la pena: el esfuerzo duro desde niño, las estrecheces, los sueños, que, por fortuna, vienen cumpliéndose hasta hoy, la mayoría al menos, el dolor inexcusable, la miseria cotidiana y gris del transcurso de las horas, tan lento en ocasiones, tan veloz cuando intentamos detenerlo, los amores correspondidos, los deseos insatisfechos, pero los hijos ya espigados, por fortuna, sanos e inteligentes, el trabajo seguro y la pasión pertinaz de leer y escribir a pesar de todo para ser con más fuerza, para vivir más que nadie, para sentir de manera más intensa.
            Ya no puedo aducir aquello de cincuenta años no es nada, porque ésa es una cantinela para los veinte y ya me hallo muy lejos de aquella antesala al paraíso, cuando todo parecía al alcance de mis manos y, en cambio, todavía nada había ocurrido definitivamente.
            Echar la vista atrás no implica necesariamente elegir la tristeza como única compañera, porque yo sigo creyendo que lo mejor está aún por venir, que el trabajo me aguarda sorpresas inesperadas y que no he escrito aún mi mejor libro ni lo he leído tampoco.
            El futuro son también y sobre todo mis hijos, y su ventura es mi ventura de ahora en adelante, porque cada uno de sus triunfos, aun los más humildes, esos flamantes sobresalientes que traen a casa desde el instituto o los premios que ganan en diversos concursos escolares, me pertenece tanto como si fueran míos.
            Tengo cincuenta años y hace treinta no hubiese imaginado ni por un minuto que yo sería éste que escribe frente a la pantalla de un ordenador, acaba de publicar su última obra y mantiene un puñado de sueños intactos y algunas convicciones con las que no transijo todavía.
            Me encanta el buen cine, casi toda la música, pero mejor si es de calidad, las mujeres guapas e inteligentes y los amigos nobles y de toda la vida. Me gustan las corridas de toros, la playa en verano y el monte en invierno; no me hace gracia la paella de los domingos, pero echo de menos aquella extraordinaria ensalada de alubias que cocinaba mi madre y que ya no puede hacer mi mujer, porque no soy capaz de digerirla. No bebo apenas ni tomo café de bar, pero una copa de vino tinto en invierno o de blanco helado en verano es un privilegio que no he perdido aún, y cada día, haga frío o calor, me pido un café granizado con una chispa  de leche preparada en Chambi, al inicio de la avenida Alfonso X de Murcia, la mejor heladería que conozco, sin duda, y me lo voy bebiendo lentamente sentado a la mesa de mi trabajo o en el escritorio de mi casa.
            Vuelvo a Moratalla cada vez que puedo y veo a mis amigos de siempre, con los que parece que haya dejado de jugar a la bola o al zompo hace apenas unas horas; cruzo la Calle Mayor, consternado porque ya no es la calle señorial, limpia y con prosapia que  recuerdo, llego hasta la Plaza de la Iglesia y me asomo estremecido a la balconada sobre la huerta y el monte. Me reconozco en cada uno de estos tramos, en la cuesta empinada que subo por el viejo callejón de siempre por donde tantas veces subió mi madre cargada con las capazas del mercado, y en el Patio del Campanario hago una pequeña pausa y rememoro el olor de las tardes de otoño, las alhábegas y los claveles plantados en los tiestos de un rincón cualquiera, mientras damos patadas a una pelota de plástico y las mujeres nos increpan porque temen que de un momento a otro les rompamos un cristal o una de sus macetas entrañables; oigo la algarabía de los muchachos y las muchachas jugando sobre el piso de tierra, a la sombra de la casona derruida y majestuosa de don Faustino  y convengo en que el tiempo ha pasado demasiado rápido.
            ¡Feliz cumpleaños!, me digo a mí mismo con el mejor ánimo, y a otra cosa.





                                   

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