FELIZ CUMPLEAÑOS
Hace apenas unos meses me cayeron,
como si nada, cincuenta años de golpe y en vez de deprimirme, que tan de moda
ha estado siempre entre la gente bien y con posibles, me dije en un momento de
lucidez extrema que había tenido suerte de llegar tan lejos, de alcanzar cinco
décadas o medio siglo y continuar respirando como si tal cosa después de un par
de enfermedades mortales y no pocas vicisitudes. No hice examen de conciencia
ni nada, me limité a acudir a mi trabajo, recibí las felicitaciones y los
regalos de mi familia, contesté a las docenas de mensajes que albergaba mi
correo electrónico y pasé un día como cualquier otro.
Se
suceden los años y uno se pregunta si han merecido la pena: el esfuerzo duro
desde niño, las estrecheces, los sueños, que, por fortuna, vienen cumpliéndose
hasta hoy, la mayoría al menos, el dolor inexcusable, la miseria cotidiana y
gris del transcurso de las horas, tan lento en ocasiones, tan veloz cuando
intentamos detenerlo, los amores correspondidos, los deseos insatisfechos, pero
los hijos ya espigados, por fortuna, sanos e inteligentes, el trabajo seguro y
la pasión pertinaz de leer y escribir a pesar de todo para ser con más fuerza,
para vivir más que nadie, para sentir de manera más intensa.
Ya
no puedo aducir aquello de cincuenta años no es nada, porque ésa es una
cantinela para los veinte y ya me hallo muy lejos de aquella antesala al
paraíso, cuando todo parecía al alcance de mis manos y, en cambio, todavía nada
había ocurrido definitivamente.
Echar
la vista atrás no implica necesariamente elegir la tristeza como única
compañera, porque yo sigo creyendo que lo mejor está aún por venir, que el
trabajo me aguarda sorpresas inesperadas y que no he escrito aún mi mejor libro
ni lo he leído tampoco.
El
futuro son también y sobre todo mis hijos, y su ventura es mi ventura de ahora
en adelante, porque cada uno de sus triunfos, aun los más humildes, esos
flamantes sobresalientes que traen a casa desde el instituto o los premios que
ganan en diversos concursos escolares, me pertenece tanto como si fueran míos.
Tengo
cincuenta años y hace treinta no hubiese imaginado ni por un minuto que yo
sería éste que escribe frente a la pantalla de un ordenador, acaba de publicar
su última obra y mantiene un puñado de sueños intactos y algunas convicciones
con las que no transijo todavía.
Me
encanta el buen cine, casi toda la música, pero mejor si es de calidad, las
mujeres guapas e inteligentes y los amigos nobles y de toda la vida. Me gustan
las corridas de toros, la playa en verano y el monte en invierno; no me hace
gracia la paella de los domingos, pero echo de menos aquella extraordinaria
ensalada de alubias que cocinaba mi madre y que ya no puede hacer mi mujer,
porque no soy capaz de digerirla. No bebo apenas ni tomo café de bar, pero una
copa de vino tinto en invierno o de blanco helado en verano es un privilegio
que no he perdido aún, y cada día, haga frío o calor, me pido un café granizado
con una chispa de leche preparada en
Chambi, al inicio de la avenida Alfonso X de Murcia, la mejor heladería que
conozco, sin duda, y me lo voy bebiendo lentamente sentado a la mesa de mi
trabajo o en el escritorio de mi casa.
Vuelvo
a Moratalla cada vez que puedo y veo a mis amigos de siempre, con los que
parece que haya dejado de jugar a la bola o al zompo hace apenas unas horas;
cruzo la Calle Mayor ,
consternado porque ya no es la calle señorial, limpia y con prosapia que recuerdo, llego hasta la Plaza de la Iglesia y me asomo estremecido a la
balconada sobre la huerta y el monte. Me reconozco en cada uno de estos tramos,
en la cuesta empinada que subo por el viejo callejón de siempre por donde
tantas veces subió mi madre cargada con las capazas del mercado, y en el Patio
del Campanario hago una pequeña pausa y rememoro el olor de las tardes de
otoño, las alhábegas y los claveles plantados en los tiestos de un rincón
cualquiera, mientras damos patadas a una pelota de plástico y las mujeres nos
increpan porque temen que de un momento a otro les rompamos un cristal o una de
sus macetas entrañables; oigo la algarabía de los muchachos y las muchachas
jugando sobre el piso de tierra, a la sombra de la casona derruida y majestuosa
de don Faustino y convengo en que el
tiempo ha pasado demasiado rápido.
¡Feliz
cumpleaños!, me digo a mí mismo con el mejor ánimo, y a otra cosa.
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