sábado, 1 de septiembre de 2012


MATAR PARA VIVIR



Vivimos un tiempo de suspicacias culturales, sensibilidades sociales extremas, pudores exacerbados y proscripciones de todo tipo. Con frecuencia nos damos de bruces con eso que ha dado en llamarse lo políticamente correcto, una suerte de superideología, emanada de los usos y gestos políticos y propagada por los medios de comunicación a la vertiginosa velocidad de la luz, sea ésta la que fuere, y que todos asumimos sin rechistar, porque de momento estamos a gusto y calentitos y no querríamos dejar el sitio a nadie.
            La violencia y la muerte es uno de tantos tabúes actuales, al que nos acercamos apenas de puntillas para sentenciar y condenar de antemano el hecho en sí y a cuantos protagonistas se hallen en su cercanía. Ahora bien, reprobamos determinados actos violentos y aceptamos y aplaudimos otros, sin tener en cuenta que lo que en una época fue ilegítimo y puro terrorismo, en otra se consideró mera defensa de las libertades y de la justicia. La Revolución francesa pasó por la guillotina a centenares de aristócratas de relucientes pelucas con la impunidad de unas leyes que decenios atrás habían masacrado al pueblo. En Rusia y en China sucedió otro tanto y, en la actualidad, lo vemos a menudo en distintos lugares del universo mundo.
            Proclamemos contra Rousseau que el hombre no es bueno por naturaleza, sino quizás todo lo contrario, y que a Jesucristo también lo mataron un puñado de hombres bienintencionados. Mientras la guerra, la tortura y la desvergüenza política internacional campan a sus anchas, fijamos nuestra miserable atención en nimiedades risibles, en acontecimientos grotescos. Defendemos a ultranza a los animales y nos duele su tormento cotidiano, pero para estas fechas ya hemos llevado a cabo la matanza del chino, del que saldrán apetitosas longanizas, suculentos chorizos, lomos sabrosos y extraordinarios perniles. Nadie le hará ascos, al menos yo no, a los misteriosos envueltos, a los blancos aromáticos, a la gustosa butifarra y a las exquisitas morcillas, aunque todos sabemos que para alcanzar esta seductora alquimia del paladar hemos tenido que capar un cerdo, lo hemos engordado durante casi un año y lo hemos matado sobre una mesa con un cuchillo especial, que le hemos clavado en el cuello para desangrarlo, pues todo en este animal superior terminará siendo alimento y placer a la hora de la comida.
            Todavía recuerdo a mi padre, en los días de fiesta o cuando venían mis tíos, retorciéndole el cuello a un espléndido pollo de corral o a un soberbio pavo de plumaje negro, o desnucando un tierno conejo de suave pelaje con la destreza de un matarife profesional. 
            En aquellos años se sacrificaban los animales en la casa, las mujeres los pelaban o los desplumaban, los limpiaban y troceaban debidamente y cocinaban unos deliciosos arroces o unos guisos soberanos, que todos comíamos con glotonería celebratoria, porque la mejor conmemoración ha sido siempre, y lo sigue siendo, la comida que compartimos con los nuestros. Tal vez la muerte por aquellos días no tuviese tanta relevancia como tiene hoy, acaso porque la vida resultaba más azarosa, incómoda y desabrida, y porque una guerra cercana y devastadora les había enseñado a nuestros padres y a nuestros abuelos que la verdadera atrocidad era el fallecimiento de los hombres en el campo de batalla y de las mujeres en sus labores y a una edad temprana y la de los niños en el mismo nacimiento; que el ser humano moría con una facilidad estremecedora  y que la existencia constituía un verdadero y medieval valle de lágrimas.
            Ante semejante brutalidad, casi no tenía importancia el sacrificio de los animales, sean cuales fueren, cuya guarda y custodia, por cierto,  nos había concedido el propio Dios. Es verdad que morían demasiados ejemplares del modo más gratuito, que nadie hubiese puesto en duda la categoría artística y la emoción de una corrida de toros o la necesidad y el sentido de la caza, como un deporte de ancestrales orígenes. No sé si el hombre era en aquel tiempo más insensible o albergaba menos prejuicios, pero yo recuerdo que en mi infancia estas cosas eran normales y estaban a la orden del día.
            Morían los niños muy a menudo y, lo que es aún más cruel, morían las madres y dejaban la familia desguarnecida y rota. En medio de tanto dolor, no había lugar para monsergas ni tabarras sensibleras, porque la vida ya era suficientemente dura y el pasado aún había sido peor.
            Desde que el hombre es hombre no ha tenido más remedio que matar para vivir. Esa ha sido la ley de su supervivencia. Hoy nos basta con ir al supermercado y comprar unos filetes o un pollo al ast. Nuestra conciencia está en calma, porque nos conformamos con llamar asesinos a los que acuden a las corridas de toros y proteger del maltrato a perros peligrosos que terminan por mordernos en la yugular, mientras el planeta se destruye año tras año y sus habitantes, nuestros iguales, no cesan en su afán despiadado por aniquilarse. 



                                              

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