MATAR PARA VIVIR
Vivimos un tiempo de suspicacias
culturales, sensibilidades sociales extremas, pudores exacerbados y
proscripciones de todo tipo. Con frecuencia nos damos de bruces con eso que ha
dado en llamarse lo políticamente correcto, una suerte de superideología, emanada de los usos y gestos políticos y propagada
por los medios de comunicación a la vertiginosa velocidad de la luz, sea ésta
la que fuere, y que todos asumimos sin rechistar, porque de momento estamos a
gusto y calentitos y no querríamos dejar el sitio a nadie.
La
violencia y la muerte es uno de tantos tabúes actuales, al que nos acercamos
apenas de puntillas para sentenciar y condenar de antemano el hecho en sí y a
cuantos protagonistas se hallen en su cercanía. Ahora bien, reprobamos
determinados actos violentos y aceptamos y aplaudimos otros, sin tener en
cuenta que lo que en una época fue ilegítimo y puro terrorismo, en otra se
consideró mera defensa de las libertades y de la justicia. La Revolución francesa pasó por la
guillotina a centenares de aristócratas de relucientes pelucas con la impunidad
de unas leyes que decenios atrás habían masacrado al pueblo. En Rusia y en
China sucedió otro tanto y, en la actualidad, lo vemos a menudo en distintos
lugares del universo mundo.
Proclamemos
contra Rousseau que el hombre no es bueno por naturaleza, sino quizás todo lo
contrario, y que a Jesucristo también lo mataron un puñado de hombres
bienintencionados. Mientras la guerra, la tortura y la desvergüenza política
internacional campan a sus anchas, fijamos nuestra miserable atención en
nimiedades risibles, en acontecimientos grotescos. Defendemos a ultranza a los
animales y nos duele su tormento cotidiano, pero para estas fechas ya hemos
llevado a cabo la matanza del chino,
del que saldrán apetitosas longanizas, suculentos chorizos, lomos sabrosos y
extraordinarios perniles. Nadie le hará ascos, al menos yo no, a los
misteriosos envueltos, a los blancos aromáticos, a la gustosa butifarra y a las
exquisitas morcillas, aunque todos sabemos que para alcanzar esta seductora
alquimia del paladar hemos tenido que capar un cerdo, lo hemos engordado
durante casi un año y lo hemos matado sobre una mesa con un cuchillo especial,
que le hemos clavado en el cuello para desangrarlo, pues todo en este animal
superior terminará siendo alimento y placer a la hora de la comida.
Todavía
recuerdo a mi padre, en los días de fiesta o cuando venían mis tíos,
retorciéndole el cuello a un espléndido pollo de corral o a un soberbio pavo de
plumaje negro, o desnucando un tierno conejo de suave pelaje con la destreza de
un matarife profesional.
En aquellos años se
sacrificaban los animales en la casa, las mujeres los pelaban o los
desplumaban, los limpiaban y troceaban debidamente y cocinaban unos deliciosos
arroces o unos guisos soberanos, que todos comíamos con glotonería
celebratoria, porque la mejor conmemoración ha sido siempre, y lo sigue siendo,
la comida que compartimos con los nuestros. Tal vez la muerte por aquellos días
no tuviese tanta relevancia como tiene hoy, acaso porque la vida resultaba más
azarosa, incómoda y desabrida, y porque una guerra cercana y devastadora les
había enseñado a nuestros padres y a nuestros abuelos que la verdadera
atrocidad era el fallecimiento de los hombres en el campo de batalla y de las
mujeres en sus labores y a una edad temprana y la de los niños en el mismo
nacimiento; que el ser humano moría con una facilidad estremecedora y que la existencia constituía un verdadero y
medieval valle de lágrimas.
Ante
semejante brutalidad, casi no tenía importancia el sacrificio de los animales, sean
cuales fueren, cuya guarda y custodia, por cierto, nos había concedido el propio Dios. Es verdad
que morían demasiados ejemplares del modo más gratuito, que nadie hubiese
puesto en duda la categoría artística y la emoción de una corrida de toros o la
necesidad y el sentido de la caza, como un deporte de ancestrales orígenes. No
sé si el hombre era en aquel tiempo más insensible o albergaba menos prejuicios,
pero yo recuerdo que en mi infancia estas cosas eran normales y estaban a la
orden del día.
Morían
los niños muy a menudo y, lo que es aún más cruel, morían las madres y dejaban
la familia desguarnecida y rota. En medio de tanto dolor, no había lugar para
monsergas ni tabarras sensibleras, porque la vida ya era suficientemente dura y
el pasado aún había sido peor.
Desde
que el hombre es hombre no ha tenido más remedio que matar para vivir. Esa ha
sido la ley de su supervivencia. Hoy nos basta con ir al supermercado y comprar
unos filetes o un pollo al ast.
Nuestra conciencia está en calma, porque nos conformamos con llamar asesinos a
los que acuden a las corridas de toros y proteger del maltrato a perros
peligrosos que terminan por mordernos en la yugular, mientras el planeta se
destruye año tras año y sus habitantes, nuestros iguales, no cesan en su afán
despiadado por aniquilarse.
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