TODOS
LOS SÁBADOS DE SU VIDA
Todos
los sábados de su vida, al menos desde que yo la conocía, con una capaza en cada mano, menuda, airosa y alegre,
se encaminaba mi madre en dirección al mercado bien temprano en la mañana,
decidida a sorprender los puestos recientes, los vendedores casi acomodados y
el primer bullicio de la calle. De arriba abajo miraba, preguntaba los precios,
anotaba de cabeza las calidades e iba decidiéndose poco a poco, aunque las
compras las realizaba en la vuelta, cuando ya había descartado los productos
excesivamente caros o de menor categoría. En realidad, todo aquello formaba
parte de un ritual, que debía llevarse a cabo sin prisas, con la concentración
indispensable para que las compras de la semana no solo se acomodaran a la economía
de la casa, sino también al gusto de sus comensales. Comprar constituía
entonces una ceremonia inusual, casi un privilegio al que no siempre habían
tenido acceso antes todos y de un modo tan frecuente.
No existía en aquel escenario ningún artículo
humilde que no tuviese su valedor, y cada uno terminaba siendo especialista en
su materia; tal vez por esa causa, mi madre no adquiría los tomates y las
frutas en el mismo sitio, ni las verduras pertenecían todas al mismo vendedor,
pues uno ofrecía unas excelentes acelgas, y el de al lado, exhibía cardos y
pencas de estupenda naturaleza, mientras que el de más allá enseñaba sus
modestos tesoros huertanos, que eran, como no podía ser menos, los mejores del
mercado.
Ella conocía a los hortelanos y
apreciaba el mimo que muchos de ellos empleaban en su género, el jactancia con
que presentaban sus sandías, asegurando que tendrían, sin duda, un gusto dulce
y refrescante, o las pencas con que mi madre cocinaba un potaje misterioso y
suculento, como no he probado jamás en parte alguna. Ninguno de aquellos manjares
de la tierra tenía un lugar secundario
en el mercado de los sábados ni en la mesa de los hombres y las mujeres que
acudían a aquella fiesta, porque todavía sabíamos apreciar el sabor originario
de los alimentos y el valor de lo que, por muy sencillo que fuese, era, al fin,
un placer para los sentidos y un alivio para los bolsillos de los que menos
podían.
Aquellos mercados de los sábados olían
a fiesta y los que no tenían la costumbre de pasarse por allí para hacer las
compras, acudían, a veces tan solo, para mirar, para admirar incluso, las cajas
con pepinos, con albaricoques o con cebollas, además de aquella otra zona que
dedicaba su espacio al calzado, la ropa y a otras fruslerías, en las que los
muchachos y las muchachas reparábamos fundamentalmente, porque en nuestras
obligaciones no entraba la provisión y la administración de la casa.
Ahora bien, un mercado tiene la
obligación de proveer a los más pobres de todo lo necesario para su existencia
cotidiana, sin olvidar que los que disfrutan de un mejor nivel de vida
encuentran en esta cita semanal los tesoros naturales de un régimen de vida
antiguo, saludable y a un precio módico, porque aquí no hay intermediarios casi,
y las patatas llegan de la huerta a la caja de plástico o cartón, de donde nos
escogen tres o cuatro kilos, que nos llevamos, una vez pagados. Los huertanos
traen sus productos de la tierra al puesto callejero, frescos y extraídos
apenas unas horas antes del bancal, y el comprador puede oler una compleja gama
de fragancias vegetales, sin manufacturar, sin etiquetas, sin el tufo a podrido
de las cámaras frigoríficas, donde permanecen en ocasiones demasiado tiempo.
Mi madre no entraba en estas
consideraciones, mientras iba cargando las dos capazas, que alguna vez dejaba
al cuidado siempre amable de Jesús o de Marianela, su mujer, en la librería del
mismo nombre, en tanto remataba su paseo semanal, meticuloso, sabio y eficaz
del todo.
El cardo de los cocidos sabía delicioso
y la tortilla de patatas, fragante y suave; los tomates, cuyo paladar
enigmático ya hemos perdido, eran dulces y sabrosos, regados con el aceite
joven y acerbo de la última cosecha. Las sandías mostraban el rojo más vivo y
exquisito, y todas las verduras y frutas en general eran de una calidad
extraordinaria.
Mi madre regresaba cada sábado con las
capazas rebosantes, cargada en exceso para su exigua complexión física, cruzaba
la Calle Mayor y subía el Callejón de la Iglesia hasta los aledaños del Castillo, donde estaba la
casa. Mientras descansaba sentada en una silla en el portal, iba echando
cuentas hasta convenir que todo estaba mucho más caro, pero después, una vez
desalojaba las capazas de la mercancía, y me enseñaba lo que había traído con
todo su esfuerzo, yo percibía el orgullo de la madre y de la esposa en su noble
cometido de abastecer cada día la mesa del hogar con los mejores frutos de la
tierra y al mejor precio posible.
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