LA INOCENCIA DEL SUEÑO
Reconozco que he perdido la
inocencia del sueño y que nunca imaginé que llegaría este momento. En realidad,
hace algunos años que viene sucediéndome. Me acueste a la hora que me acueste,
rara vez me despierto más tarde de las ocho y ya no vuelvo a conciliar el
sueño, salvo la media hora de siesta después de comer.
Es
posible que entre esos primitivos traumas que te concede la infancia para
siempre se encuentre el horror a madrugar, si aquello era madrugar, cada mañana
para ir a la escuela, aunque mi madre me acostaba muy pronto en previsión por
el disgusto del día siguiente. Imaginaba yo entonces que llegaría un día en que
se me iba a permitir quedarme en la cama hasta la hora de la comida o más tarde
y que cesaría, al fin, esa costumbre cruel de despojarme de una felicidad
infinita cada jornada, de una forma invariable, a manos de una madre buena pero
inflexible, que solía decirme: arriba,
hijo, que ya es la hora. Los sábados y los domingos eran fiesta, sobre
todo, porque no debía levantarme temprano y porque mi madre o mi abuelo
entraban a mi dormitorio para regalarme los oídos y decirme que me tapara bien,
que hacía frío, que había nevado, y que podía seguir durmiendo. Aquellas
mañanas constituían una maratón del sueño, casi por etapas, porque recuerdo que
me despertaba y volvía a dormirme en varias ocasiones y que era consciente de
que me pertenecía toda la mañana y de que no haría otra cosa que disfrutar del
calor de las sábanas y de las mantas, del color del nuevo día en la ventana y
de los rumores de la casa, de mi madre faenando en la cocina y de mi padre, un
poco más ruidoso, subiendo y bajando las escaleras.
La
adolescencia no me procuró descanso alguno en este sentido, sino más bien todo
lo contrario, porque mi nueva naturaleza necesitaba todas las horas del sueño y
mis tareas de estudio o de trabajo en la huerta no siempre me las permitían. No
fueron escasas las noches que pasé en vela estudiando ni los madrugones que me
di para acudir al tajo. Ahora bien, también hubo noches de farra, noches de
música y de copas que bordearon el amanecer o me sorprendieron con las primeras
luces de camino a mi casa de El Castillo, exhausto y feliz de pillar lo más
pronto posible la cama. Aquellos días me levantaba para sentarme a la mesa, donde
ya estaba mi familia esperándome para comer.
Por
aquel tiempo dormir como una marmota suponía un ejercicio tan natural como la
respiración misma. Apuraba cada mañana el momento en que debía levantarme y,
casi sin desayunar ni lavarme la cara, me iba a clase, a Caravaca en la etapa
del Bachillerato, o a la Facultad durante mi estancia de estudiante en
Murcia. En esa época uno comía y dormía
a impulsos, para ir sobreviviendo, sin paladear demasiado la comida ni la
bebida ni organizar en exceso las horas del sueño y del estudio. En algún
momento la vida se me puso patas arriba, pues estudiaba por la noche hasta las
cinco de la madrugada, y dormía hasta la una o las dos de la tarde. Recién
levantado, no me apetecía comer y me hallaba como extraviado en un laberinto de
luces y de sombras, de tardes radiantes y noches demasiado oscuras, aturdido
por la desazón de no encontrar un punto fijo, un orden establecido, un
equilibrio necesario. Es posible que entonces tampoco me hiciera falta, porque
hay un tiempo para la paz y un tiempo para la guerra, y aquellos años eran un
verdadero campo de batalla.
No
logré estabilizar mi ritmo de sueño hasta que salí de La Arrixaca en el año 96.
Había pasado dos meses y medio en una cama casi agonizante, con mi mujer a mi lado
día y noche, y en una perpetua duermevela semiconsciente. Por fortuna, no había
olvidado nada ni a nadie, pero algunas cosas en mi existencia habían cambiado
para siempre. Entre ellas, el sueño y sus muchos secretos.
Ya
en mi casa de Murcia, abría los ojos cada mañana antes de las ocho y me decía
que estaba vivo y con todas mis facultades, que a mi lado dormía mi mujer y que
todo parecía estar en su sitio. Mentiría si dijese que sentí miedo en algún
momento. Esa parte la padeció ella y no creo que pueda olvidarlo nunca.
Durante
algunos meses, incluso años, me vigilé a la búsqueda de los posibles cambios
que se hubieran operado en mí tras la enfermedad. Volví a dar clase, me doctoré
con brillantez, tuve dos hijos, escribí una docena de obras, gané una cátedra y
una plaza en la universidad, leí cientos de libros. Todo parecía haber vuelto a
su cauce natural.
Pero
cada mañana, antes de las ocho, una mano misteriosa e invisible me abría los
párpados y no me dejaba seguir durmiendo. Supuse que las cosas ya no volverían
a ser lo mismo, que había madurado y no
necesitaba tantas horas de cama, pero recordé aquellos años desvanecidos de la
infancia, de la adolescencia y de la juventud, el sueño como un don y la cama
como un paraíso, y supe que los había perdido, por desgracia, para siempre.
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