miércoles, 7 de marzo de 2012

NO SE TIRABA NADA


Reciclar es, sin duda, una palabra fea, una de las más feas de la lengua española, aunque su significado se halle hoy tan en boga y se nos imponga casi como un precepto religioso, como si a estas alturas del reciente milenio hubiésemos inventado nosotros, inmersos en un hartazgo consumista desaforado y en los prolegómenos, no obstante, de una crisis de dimensiones bíblicas, este nuevo credo de aprovechar lo sobrante para otros menesteres, de recoger la materia que podría ser utilizada otra vez para construir o crear un producto distinto.
            Que yo sepa, ésta siempre ha sido una obsesión de los más necesitados, de aquellos que heredaron las penurias de la guerra. De manera que en mi infancia apenas si juntábamos basura cada día, no solo porque escaseaban los envases de cualquier material y en la tienda te lo vendían todo envuelto en papel de estraza, sino porque era muy poco lo que se arrojaba al cubo de los desperdicios. Las prendas de vestir y el calzado eran sometidos a largas temporadas de una actividad incesante y, cuando daban muestras de necesidad imperiosa, se remendaban del modo más delicado y contumaz. Tampoco se tiraban los muebles, pues se habían comprado con la conciencia de que durarían toda la vida y no abundaban los aparatos tecnológicos ni se daban excesos de ningún otro tipo. Recuerdo haber jugado durante años con las mismas figuras de plástico y el camión que me trajeron los Reyes Magos y un puñado de canicas de muchos colores que me regaló una tía paterna. Y, sin embargo, cada vez era diferente, como si en la escasez fuésemos capaces de reinventar la abundancia.
            En las ollas y en las cacerolas rotas se plantaban geranios y alhábegas, con las mantas en desuso se recogía la oliva y la almendra; las mujeres cosían delantales con las faldas rotas y a los pavos y a los cerdos se les alimentaba con las sobras de la comida mezcladas con harina. A las niñas se les compraban los vestidos largos, para irles sacando temporada tras temporada y los muchachos tocábamos el tambor en las latas vacías de gasoil o en las cajas de cartón. Ni que decir tiene que no había comida para perros y que el ganado comía toda la hierba posible en la huerta y en el monte, aunque se le echara un pienso de cebada o avena al anochecer en los corrales. Por la noche, las mujeres tejían los jerséis de los hijos y del marido y, cuando se quedaban pequeños, los destejían y volvían, como humildes y persistentes penélopes de pueblo, a confeccionar tapetes, pañitos, patucos o guantes. Nosotros nos bañábamos con los neumáticos de las ruedas de motos o de coches antes de aprender a nadar para no hundirnos en el agua oscura y fresca de las balsas de la huerta o en los pozos del río.
            Las ventanas de las casas tenían una celosía de trama muy tupida y, cuando se rompía el cristal, se cerraban  las hojas con una tarabilla de madera. No todas las habitaciones disponían de puerta, pues en algunos casos unas gruesas cortinas de diversos colores y de tela basta hacían las veces. La vajilla, la cubertería y el menaje en general eran exiguos y funcionales. Usábamos pañuelos y servilletas de tela,  y los bebés llevaban pañales de gasa, que nuestras madres lavaban hasta desgastarlos. Las propias jeringuillas servían para muchas veces, pues el practicante las hervía delante de nuestros ojos en un ritual que vaticinaba el pinchazo seguro.
            Era raro ver en los estercoleros colchones, bicicletas viejas o cualquier otro utensilio que pudiera tener aún un uso para la casa, para los juegos o para el trabajo. Se recomponía lo estropeado, se parcheaba lo rajado, se pegaba lo partido y se le insuflaba nueva vida a lo que amenazaba deterioro y ruina. Las puertas mostraban sus remiendos de madera y los pantalones, sus zurcidos. Nadie usaba zapatos nuevos y relucientes, salvo en las grandes ocasiones y pocos estrenaban ropa cada año. Se apuraban los alimentos y las bebidas; de forma que estaba muy mal visto dejarse restos de comida en el plato o de leche en la taza durante el desayuno.
            No se tiraban los cordeles ni los papeles ni las telas ni los hilos sobrantes. Todo valía para algo en algún momento, incluso la materia orgánica, en especial la de los animales, que cargábamos de vez en cuando para depositarla en la huerta y en el secano y emplearla como fertilizante natural, aunque todavía ignorábamos que aquellos modos de cultivar y de vivir pertenecían a lo que hoy se denomina con suficiencia agricultura ecológica.
            El mismo traje oscuro de la boda, austero y económico, era la mortaja, al cabo, con la que vestían en ocasiones por última vez a los difuntos.  También ellos, ajenos e indefensos, abonarían la tierra en su imparable y fructífero ciclo vital.


No hay comentarios:

Publicar un comentario