martes, 28 de febrero de 2012

MARICÓN EL ÚLTIMO 


Oíamos aquella especie injuriosa  y salíamos corriendo, como si nos persiguiera el mismo diablo, sin saber muy bien la dirección exacta de nuestro ímpetu, hacia cualquier lugar, al que, bajo ningún pretexto, debíamos llegar nunca el último. Eran malos años para todos los que no se ajustaban a un patrón previamente establecido y legitimado por el Régimen y la Iglesia. Los rojos, las mujeres, los maricones, los incrédulos, los tontos, los cobardes y los locos, por citar solo algunos grupos singulares que la ideología de aquella época satanizó hasta las últimas consecuencias, no tenían un sitio entre la gente honrada, aunque todo el mundo sabía de su existencia cotidiana entre los otros. Eran individuos casi invisibles en algunos casos, y en otros, eran objeto de mofa y de la inquina general. Los niños, en especial crueles, nos encargábamos de sacar a la luz los supuestos defectos de los otros.
            Nos llamábamos judíos o maricones con la inicua intención de insultarnos, mientras jugábamos en la calle, porque era un tiempo donde abundaban todas las fobias sociales posibles, todo lo que décadas más tarde hemos ido reprobando de una manera civilizada hasta transformarlo en anatema de corrección política. Ni la familia ni la escuela ayudaba en este sentido, más bien al contrario, pues tu padre te instaba a que defendieras como un hombre tu territorio, el buen nombre de tu madre y tu sacrosanta hombría.
            La violencia, esa otra lacra que hoy tanto nos abruma, campaba a sus anchas de un modo tan natural que nadie parecía percatarse  de ello, pues igual que se apedreaba a un gato o se apaleaba a un perro por mero capricho, los mayores pasaban indiferentes ante una pelea de niños, embarrados y sudorosos, enzarzados como dos bestezuelas, mientras gritaban las mujeres en la calle y levantaban la voz los hombres con aspavientos amenazantes. No solía llegar la sangre al río casi nunca, pero alguno volvía a casa aporreado, con algún mechón de pelo menos o con arañazos en el cuello y en la cara.
            Todo con tal de que no te dijeran maricón o un insulto semejante, que en los tiempos actuales justificaría la expulsión de un alumno y la apertura de un expediente disciplinario, y desde luego la consiguiente reprimenda de los padres, cuya responsabilidad podría ser solicitada desde instancias mayores.
            En cambio, las muchachas no tenían este problema. Nadie ponía en entredicho su feminidad ni escuchamos nunca que la palabra lesbiana fuese utilizada como arma arrojadiza, a modo de improperio, contra alguna de las que discutían de forma acalorada en mitad de un juego o en el recreo de la escuela. Tampoco estaban obligadas a defender su dignidad ni su condición sexual a base de tortas, patadas y puñetazos. Las niñas podían llorar y huir hacia su casa sin sentimiento de ridículo o vejación. Igual daba que llegaran la primera o la última, porque nadie las llamaría, por eso, tortilleras.
            Visto así, desde la distancia de los años, suena un tanto estúpido que malgastáramos parte de nuestra infancia en escarnecernos  de la forma más pueril, sin provecho alguno y a costa de la condición sexual, tan legítima como cualquier otra, de una minoría que, como tantos otros grupos humanos, ha sufrido persecución  y ha padecido las ofensas de sus congéneres sin causa y sin razón durante años.
            Convengamos en que el ser humano necesita de una víctima propiciatoria contra la que cargar, porque lo que verdaderamente nos une es un enemigo común, un odio público, una suerte de religión, al fin y al cabo; del mismo modo que los cristianos odian al demonio, los nazis odiaban a los judíos, los comunistas más acérrimos, a la burguesía de su tiempo, la nobleza al pueblo bajo, los ignorantes a los hombres sabios, algunos hombres a las mujeres, los españoles a los franceses y éstos, a su vez, a los ingleses y a los alemanes, y así hasta el fin de los tiempos y de los espacios, pues, al cabo, lo que verdaderamente nos define y nos conforma es nuestro rechazo al otro, sea del color, de la raza, de la condición sexual, de la ideología, del credo o de cualquier otro aspecto que sea. Somos, porque repudiamos lo que los demás son, y nos reunimos con otros en torno a una fe que se fundamenta en el desprecio, en la aversión y en el rencor. A veces, de todo este entramado surgen religiones e ideologías que durante unos años ponen en aprieto al hombre y bajo cuyo auspicio se cometen terribles abominaciones. El mal no llega de ninguna parte ni es patrimonio de nadie, sino que lo creamos nosotros mismos y lo extendemos a nuestro arbitrio por el mundo.   
            A nuestra manera, en pequeña escala y sin demasiada maldad, contribuíamos entonces también a la animadversión, al ultraje, y al oprobio de todos los que no eran como nosotros, como vulgares integristas callejeros, que alguna vez se harían mayores y peligrosos.




                                               

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