martes, 21 de febrero de 2012

NUNCA LLEGARÁS A NADA


Nací y crecí bajo la alargada y ominosa sombra del fracaso, al cabo de una época que mis mayores habían padecido como una maldición, sin apenas medios económicos, con escasos bienes culturales y, sobre todo, con la conciencia perenne de que debía ganarme la vida con mis propias manos, con las posibilidades que el azar, la naturaleza y mis padres me habían otorgado cuando me concibieron.
            Por aquel tiempo nada se entregaba de balde ni existían muchas oportunidades para el que se hallaba dispuesto a aprovecharlas. En mi barrio los muchachos solían abandonar la escuela a los once o doce años para ponerse a trabajar con sus padres y traer un jornal a casa.
            Era parte de la herencia que el país y su historia más reciente nos habían dejado. Mi padre y mi madre, como casi todos los hombres y mujeres de su tiempo, habían asistido a una escuela precaria el tiempo justo para aprender a leer, a escribir y a dominar las cuatro reglas de cálculo matemático. No todos poseían estos conocimientos, pero quienes los alcanzaban, ya estaban provistos del saber indispensable para echarse a la vida.
            Era otra época, es cierto, pero las consecuencias de todo aquel periodo oscuro permanecían de algún modo en las maneras y en la mentalidad de todos. Salir de ese círculo determinista que te empujaba a rechazar la escuela, los libros, la luz de la razón, al cabo, para aspirar a un trabajo inmediato que te procurara un poco de dinero y te permitiera salir todos los fines de semana y tomarte unos cubatas en la discoteca o comprarte una moto y echarte una novia y casarte pronto, lo más pronto posible, era bastante complicado, un sacrificio, en ocasiones, a muy largo plazo, que todo el mundo no estaba dispuesto a realizar.
            Terminar el periodo escolar en Moratalla y marcharse a  Caravaca a estudiar sin demasiado apoyo económico, con una pequeña beca, al principio, que te quitarían sin dudarlo, si suspendías alguna asignatura, era una experiencia, cuanto menos, arriesgada, pero emprender una carrera universitaria en Murcia a cuyo término te aguardaban unas temibles oposiciones para las que se ofertaban muy pocas plazas cada año constituía prácticamente un sueño.
            Me acostumbré, de ese modo, a circular por el filo de la navaja siempre, a exorcizar todos los demonios que me impidieran llegar a buen puerto y cumplir mis expectativas. Sin embargo, no fui capaz de librarme en todos esos años de la sombra perversa del fracaso como una amenaza omnipresente contra la que me revelaba de la única forma: trabajando duro y echándole valor a las malas premoniciones, cada vez que se acercaba el final de curso o me enfrentaba a un examen o cuando me fui a Madrid a pelear por una plaza de profesor junto a centenares de universitarios  o me iniciaba en mis primeros escarceos con la literatura y sus misterios  que me inspiraban tanto respeto como el enigma de la vida y de la muerte.
            “Nunca llegarás a nada” reza el título de uno de los primeros libros del excelente escritor ya fallecido Juan Benet. No conozco otra manera más apropiada ni más brillante para explicar aquel sentimiento de extravío, aquella sensación de vulnerabilidad extrema y constante con los que viví toda mi infancia y mi juventud, con los que fui emprendiendo todas y cada una de mis aventuras y con los que me enfrento aún hoy a la escritura de cada uno de mis libros. No es sólo pesimismo a ultranza, es el legado inexcusable e infausto de una edad de privaciones,  deseos truncados y desesperanzas varias. Es una edad tan lejana, por fortuna, como endémica, pues no basta que hayan transcurrido los años y vivamos en el mejor mundo posible, provisto de casi todas las garantías, en nuestra memoria genética, tal vez, o en el inconsciente colectivo late aún aquella vieja y cruel persecución de un fracaso persistente, contumaz, inagotable que parece emboscado en algún recodo del camino por donde antes o después no tendré más remedio que pasar. Mientras tanto, persisto en el trabajo duro y no bajo la guardia ni un solo día. No tengo miedo, pues seguramente cuando me alcance al fin, será demasiado tarde y la muerte lo habrá clausurado todo.  
           

                      

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