domingo, 15 de mayo de 2011

EL FRÍO


La infancia es corta mientras sucede, pero en la memoria parece un territorio ilimitado, donde nos ocurrió todo lo sustancial que la vida había previsto para nosotros. Después tenemos la impresión de que nunca dejamos de referirnos a ella. En aquel espacio remoto confundido con un tiempo irreal, todo parecía invierno en Moratalla, como si ésta fuese la estación del año que mejor se identificaba con la naturaleza y el espíritu de un pueblo duro, sobrio y hermoso.
            Cuando mi madre me llamaba cada mañana para ir a la escuela, la cama era un refugio térmico, pues entre las sábanas y las mantas que ella me iba echando encima para protegerme del helor de una casa sin calefacción, tal y como hoy entendemos esto, aunque a cierta hora de la tarde se encendía la estufa y todos nos apiñábamos a su alrededor, y mi naturaleza resistente al frío, yo encontraba cada noche la temperatura ideal para engolfarme en el sueño y en el descanso. Luego, a la mañana siguiente, me vestía de prisa en mi pequeño dormitorio resoplando y me lavaba la cara y las manos con el agua helada del grifo, me tomaba el vaso con la leche caliente y salía a la calle áspera y gélida totalmente despierto, decidido a emprender el nuevo día.
            En Moratalla las cosas eran así por aquellos años. No podía quejarme, porque a mi paso por la Calle Mayor en dirección a la escuela o al instituto, iba encontrándome a los hombres que se marchaban a trabajar al monte, a la huerta o a la obra y que pasarían, sin duda, más frío que yo. Alguna vez puntual, en la recogida de la oliva o en la vendimia en Francia percibí los rigores del clima de un modo extremo, como en aquella célebre helada en las viñas de Montpellier, de la que todavía guardo los peores recuerdos, pues el cielo no tuvo clemencia con nosotros y el sol no salió en todo el día y la escarcha duró horas interminables. El frío devino dolor en los pies y en las manos y el niño de doce años lo soportó con entereza hasta que empezaron a caérsele las lágrimas rostro abajo de un modo espontáneo, sin emitir ni un solo gemido ni una palabra de protesta.
            Los inviernos eran crudos, solía nevar, helaba por las noches y casi no merecía la pena lamentarse por lo que resultaba tan natural como cotidiano. Durante el verano acompañaba a mi abuelo al monte con la burra para acarrear  en sucesivos viajes la leña que necesitaríamos en los peores meses, y de paso limpiábamos la sierra de las ramas inservibles que nadie recogía y que enredaban los caminos y las sendas, y constituían un peligro en plena canícula. Mi abuelo aguantaba el frío hasta límites inconcebibles y yo lo observaba varear las oliveras con aire y con vigor, impávido ante el oraje inclemente  que convertía aquella faena en una labor desagradable. Cuando alguno proponía encender una fogata para calentarnos, él negaba contrariado aduciendo que  después ya no querríamos volver al tajo y que el propio esfuerzo nos calentaría las manos y los pies congelados.
            Al atardecer las chimeneas del barrio del Castillo mostraban sus penachos de humo como se iza una bandera después de haber ganado una batalla. Las chimeneas y las estufas, alimentadas con la leña que habíamos ido acumulando desde el verano caldeaban las cocinas, donde la madre y la abuela ya iban preparando la cena, solícitas y atareadas, después de un largo día invernal de huerta. Nos dolían las manos de golpear con las cañas y con los palos las ramas de los árboles; y las espaldas y las piernas, de cargar con los sacos llenos de oliva y de andar toda la jornada medio en cuclillas o agachados recogiendo el fruto que nos daría el mejor aceite del mundo.
            A la paz de la lumbre, mi abuelo, satisfecho por el trabajo y feliz por disponer de la leña, me contaba las historias de otros tiempos, donde también el frío mostraba muy a menudo sus fauces de bestia implacable, en los cortijos de la sierra, donde él había trabajado desde muy niño y había conocido las calamidades de una época hostil.
            Poco a poco, con aquella lenta y continua educación para el frío, nos acostumbramos a los largos inviernos, a la nieve frecuente y, en cierto modo, siempre divertida, a las mañanas a la intemperie, pero también fuimos adquiriendo la memoria sentimental de una tierra brava, salvaje y bella. De tal manera que cuando vine a Murcia en los ochenta, me resultó inaguantable el calor pegajoso y la ausencia de un verdadero invierno. Era como pasar de un licor de alta gradación, envejecido y noble, a un refresco tibio e insustancial. De aquella infancia con las estaciones perfectamente definidas vine a dar a una juventud con una larga primavera y un mediano y bochornoso verano. Por eso guardé en el recuerdo las jornadas intempestivas y emocionantes del monte nevado, del agua gélida y de los reconfortantes anocheceres en las cocinas templadas frente al fuego, mientras languidecían las conversaciones de los mayores.
            La madurez no ha podido quitarme la nostalgia de aquella edad aterida, el olor metálico del aire glacial mezclado con los aromas escondidos de la tierra, la visión sorprendente y casi festiva de la nieve en los patios recoletos y sobre los tejados, el silencio sordo y húmedo de los copos cayendo plácidamente en el atardecer. Cierro los ojos a veces y lo veo todo blanco y el corazón se me alborota incorregible como un niño. 

                                              

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