miércoles, 11 de mayo de 2011

VENERABLES Y APERGAMINADOS



No pertenecían al mismo mundo que nosotros, pues ni su ropa ni su alimentación ni sus continuos achaques tenían nada que ver con nuestra vida. Habitaban un espacio al margen, entre la realidad y lo que nos espera al otro lado, y apenas albergaban esperanzas, pues se hallaban en el linde del camino. Cargaban, eso sí, con todo un pesado fardo de malos tiempos, desgracias personales, muertes cercanas y un sinfín de historias que contaban de un modo fragmentario y repetitivo hasta la extenuación. De niño los veía en casa y en la calle y tenía la  impresión de que no durarían mucho, pues había en sus movimientos una calma efímera, una serena aceptación de haber alcanzado el límite, un estado de continua fuga, que los hacía merecedores de un respeto casi sagrado, como si su ámbito ya no fuera  el nuestro y en cualquier instante estuviesen a punto de desaparecer.
            No se parecían en nada a los ancianos de ahora. En realidad, como tantas cosas, también los abuelos de antes han desaparecido. Hoy se encuentra uno en la calle con una octogenaria maquillada y vestida a la moda, del brazo de un galán de sus mismos años y en dirección al baile de todos los domingos en el centro cultural de turno o al bingo, si se tercia. En aquellos días sucesivas capas de duelo y de luto iban cubriendo a las mujeres mayores hasta convertirlas en  sombras de aspecto lúgubre, que a los muchachos de entonces, lejos de amedrentarnos, nos otorgaban confianza, mientras que ellos, erguidos aún, con el viejo traje de siempre, blandían su garrota de almez con la que se ayudaban en su deambular cotidiano. Venerables y apergaminados no eran más que los fantasmas de una edad que evocaban de manera hiperbólica, haciendo especial hincapié en gestas bélicas y en hazañas del trabajo, en sacrificios sin cuento y en alguna aventurilla más o menos procaz.
            De niños los creíamos inalcanzables, seres distintos y distantes, con los que, sin embargo, nos unía un cierto grado de irresponsabilidad y un pacto tácito de connivencia, basado en una existencia semejante, inútil, rebelde a veces, con demasiado tiempo libre y escasas tareas que llevar a cabo. Supongo que nos observábamos en el extremo de la vida: nosotros al principio y recién llegados y ellos, de vueltas de todo, en el borde mismo del final. Sentíamos curiosidad los unos por los otros y afecto también, esa ternura casi animal por los más débiles, ese entendimiento tácito que se establece entre los que andan un tanto marginados, porque viejos y muchachos constituíamos casi siempre la excepción de aquellos días; en el trabajo, porque realizábamos las tareas de   poca enjundia y menor esfuerzo y en la casa, porque se nos relegaba a un lugar casi irrelevante, de meros espectadores, de comparsas en el gran teatro de la familia, pese a que a nosotros nos agradaba aquel papel de individuos invisibles que merodeaban por las estancias de la casa sin que nadie nos pidiese explicaciones. Al fin y al cabo, un viejo y un niño estaban siempre disculpados. Tanto daba que no observasen las normas de educación en la mesa, que vistiesen de un modo estrafalario o que pronunciasen desvaríos sin cuento.
            Hoy las cosas han cambiado tanto que cada cual paga su parte de culpa, pues hemos llegado a la conclusión de que ya no hay nadie inocente de antemano: ni mayores ni infantes. Habituados a contemplar en el televisor casi a diario verdaderos horrores humanos, bestialidades de una infamia desconocida, nadie queda impune ya, por sus pocos años o por sus muchas canas, de la sospecha criminal, de la injuria de los otros. Alguien pensará que no somos los mismos, que la historia nos va transformando en un viaje invertido hacia la irracionalidad, pero seríamos injustos si proclamáramos esta mera sospecha como evidencia.
            Aquellos viejos y viejas respetables y aquellos muchachos  y muchachas traviesos pero de buen corazón no son otra cosa más que la sustancia que nuestra memoria ha segregado en la forma de un lenitivo para ocultar verdades atroces y conformar nuestro espíritu nostálgico, pues el horror, por usar una palabra fuerte y atrevida, la mentira y otros desmanes han campado a sus anchas desde que el hombre es hombre y ni estos abuelos ni aquellos, ni estos muchachos ni los que fuimos alguna vez se salvarán de su terrible condición humana.
            Me gusta, no obstante, recordar en ocasiones aquellas tardes lejanas de la primavera en que mi abuelo solía llevarme con él a la Plaza de la Iglesia para que yo jugara a la pelota, mientras él departía durante horas con sus amigos de siempre, atento a cada uno de mis gestos y orgulloso de tenerme tan cerca. Ese es mi nieto, solía decirles, y ya sabe leer.


                                             

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