martes, 14 de junio de 2011

DE VISITA

Ya no se usa tanto, pero cuando yo era niño, acostumbraba a ir con mis padres de visita, de un modo esporádico, pero como un buen hábito que propiciaba el acercamiento de la familia y el trato cordial entre sus miembros. Mi madre me preparaba la merienda y algún domingo íbamos al domicilio de una tía paterna o de una prima suya y pasábamos la tarde entre conversaciones lánguidas acerca de la salud, la rutina diaria y el trabajo, mientras yo permanecía sentado, en silencio y expectante, como se suponía que debíamos comportarnos los muchachos bien educados de nuestra época. Si me ofrecían algo, daba las gracias y no lo aceptaba, porque no estaba bien molestar en casa ajena y porque, además, yo venía comido de la mía y mi madre traía el bocadillo de la tarde. Cuando me preguntaban por la escuela, les daba algún detalle y, si no me interpelaban, permanecía en silencio, que es como mejor estábamos los muchachos en aquel tiempo.
Si había más confianza y estaban mis primas, la visita se transformaba en una verdadera fiesta, porque aprovechábamos el momento para jugar a nuestras anchas en una habitación distinta, y nos contábamos historias o compartíamos secretos, mientras nuestros padres conversaban animadamente en alguna parte de la casa. Aquellos ratos eran los más gratificantes y el territorio común de encuentro solía ser la morada de los abuelos. Era, sin duda, el ámbito de la libertad y del alborozo, el pequeño mundo que la nostalgia ha depositado para siempre en nuestro particular arcón de la memoria. Los domingos eran largos y nunca nos agotábamos, tal vez porque el entusiasmo y la dicha en estado puro no admiten la fatiga.
Luego había otras modalidades de visita, más protocolarias y formales, previstas casi en el manual de la cortesía social. Los velatorios, las enfermedades graves, los pequeños accidentes o los partos constituían un motivo obligatorio para que los más allegados acudieran al domicilio de los afectados y les dieran el pésame, les desearan un pronto restablecimiento o se congratularan por el feliz acontecimiento.
También los novios, una vez que se había fijado la fecha de su enlace solían hacer una ronda para repartir las invitaciones y de un modo personal convocarlos a todos a la ceremonia y al convite. Después, una vez que eran marido y mujer, tornaban a saludar a todos los miembros de la familia como un gesto natural de pertenencia al nuevo clan. No había en estos encuentros agasajos ni refrigerios, porque todo era por aquellos años de una austeridad espartana y porque nuestros mayores, salvo en Navidad, no tenían el hábito de convidar a nadie sin venir a cuento, aunque su sentido de la hospitalidad resultaba proverbial y eran generosos en cada uno de sus gestos con los parientes y los amigos.
Los recién casados contaban algún extremo sin importancia sobre la vida, el clima, los últimos sucesos en el pueblo o alguna anécdota curiosa y, poco a poco, conforme iba cayendo la tarde, declinaban asimismo el tono y el interés de la charla hasta que las sombras de fuera clausuraban la cita. Entonces se levantaban los invitados, besaban a los anfitriones y quedaban para otra ocasión.
En cambio, no eran tan frecuentes las visitas a los vecinos; mi madre, al menos, era en este punto muy estricta y, pese a su carácter bondadoso y amable, no solía entrar en casa ajena a menudo, porque el respeto a la intimidad de los otros constituía un valor fundamental, sobre todo a la hora de las comidas, y a sus hijos les tenía advertido que en ese trance no dudaran en despedirse y volver a casa de inmediato.
Hoy seguimos yendo a ver a nuestra familia y a nuestros amigos de vez en cuando, pero hemos ido despojándonos de la obligación de atender como es debido el contacto con los nuestros, tal vez porque ahora no nos necesitamos tanto, como en aquellos días en que nuestros mayores habitaban la sierra y los campos, casi en solitario, y buscaban el apoyo de los suyos, la cercanía de los que podrían echarles una mano en un momento dado.
  A mi bisabuelo paterno, Juan Marcelino, lo mataron en una cacería por un malentendido, que nunca se resolvió del todo. Dejó seis hijos pequeños, que la familia se repartió para terminar de criarlos, educarlos y, en algún caso, proveer a su casamiento y a su futuro.  Algo semejante sucedió con mi abuelo Pascual; de manera que durante toda mi infancia escuché incontables relatos acerca de primos, sobrinos, tíos y bisabuelos remotos a los que se veneraba como a los viejos lares y penates romanos. Pero a todos ellos solo alcanzamos a visitarlos alguna vez en el cementerio a primeros de noviembre cada año como una atención callada y discreta. Un rito respetuoso, acaso, pero ya inútil, desde luego.


                                               
           




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