martes, 28 de junio de 2011

EL PEDANTE TECNOLÓGICO


Culto ha sido siempre el hombre, o la mujer, que tiene la capacidad de comunicarse con una amplia gama de personas, desde el semianalfabeto (ya no hay analfabetos absolutos) hasta el catedrático, pasando por las distintas escalas de ilustración, discernimiento y competencia. Al menos, así me lo enseñaron a mí en los primeros años de la escuela; de ahí que ni el pedante ni el inepto encuentren con facilidad un lugar cómodo entre los otros; el primero, por exceso y el segundo, por carencia; en cualquier caso, igual da, porque entrar en contacto con el otro es ponerse a su altura, hablarle desde su nivel, sin prepotencia ni encogimiento, con palabras que ambos entienden.
            Desde siempre ha sido inevitable que de los tontos se rieran los más espabilados, sobre todo, en unos años en que pueblos como Moratalla tenían un índice de incultura consecuente con una escolaridad precaria y un conocimiento del mundo escaso. La escuela y la televisión acabaron con ese tiempo oscuro, pero los avances de la tecnología vienen pisándonos los talones a un ritmo acelerado desde hace décadas y algunos andamos con la lengua fuera  de tanta maquinita electrónica y tanta monserga de última hora. Hoy es un retrasado y un mentecato el que no se maneja con habilidad delante de un ordenador, además de conocer los secretos de la electrónica doméstica, que es amplia y compleja, los vericuetos intrincados de la mecánica, que constituye un área indispensable de la vida social, las profundidades de los sistemas de calefacción y aire acondicionado, tan necesarios en nuestra existencia cotidiana y, desde luego, los rudimentos del bricolaje casero.
            Hay quien dedica a estas disciplinas ineludibles buena parte de las horas del día, consultando revistas, accediendo a las páginas especializadas de Internet o viendo los programas que la televisión emite al respecto. En todas las conversaciones meten baza, discuten, polemizan con ardor casi guerrero y defienden sus posiciones hasta las últimas consecuencias. Los he visto debatir sobre la corriente trifásica, la energía eólica o el motor de inyección, sin quedarse atrás en el enigma de los televisores de plasma, los últimos dispositivos informáticos, de cuyo intríngulis yo ya lo desconozco casi todo o la conexión BlueTooth.
            Este es el pedante tecnológico, al que tanto trabajo le cuesta enhebrar una frase luminosa, como si se cumpliera en él el aserto de un viejo profesor mío, que aseguraba la ignorancia a quien no fuese capaz de transmitir con claridad y precisión cualquier idea por muy obtusa que fuera. Si no sabes explicar algo es que no lo entiendes tampoco tú, solía dictaminar con soltura y sabiduría.
            Empiezo a sentirme incómodo, a pesar de no haber cumplido aún el medio siglo, entre tantos aparatos, chismes y artilugios, cuya utilidad nadie parece ponernos en claro antes de que el mercado y la gente los asuma como elementos esenciales en nuestro acontecer diario. Salvo el pedante tecnológico que domina con desparpajo cada uno de estos misterios de la modernidad, que se halla al día en todo lo concerniente a novedades, alternativas, funciones y demás tramoya y que, para colmo, no satisfecho con esto, se empeña en hacernos partícipes de su talento sin escatimar detalles  que ni nos van ni nos vienen, que nos importunan y nos aburren, y nos maltratan con su dialéctica oxidada de eminentes loros repetidores de lugares comunes e inventos de una actualidad permanente y efímera.
            El pedante tecnológico no descansa en el trabajo con los compañeros ni en la casa con la familia, ni en el bar con los amigos. Es una adepto de la religión de los gigas, un creyente integrista de los circuitos electrónicos y de las pantallas extraplanas, sin reparar en la solemne estupidez  que este último concepto encierra en él mismo, ni en otros centenares de sandeces, despropósitos y bobadas de última generación. En sus labios las ideas envejecen de un día para otro y lo que la semana pasada fue el último grito en sonido o en imagen, hoy es ya una antigualla, un resto arqueológico tan inútil como irrisorio.
            El caso es que no he visto a ninguno de ellos usar de todo ese derroche de destreza técnica, de la que tanto alardean, para escribir un buen libro, filmar una gran película o grabar un disco fabuloso, porque el pedante tecnológico se ahoga en su propia verborrea, engreído y ridículo como un sofista moderno e incapaz de crear algo que lo justifique.  Su ágora, su editorial y su satisfacción radican en el puñado de incondicionales que, resignados y exhaustos, lo soportan con la esperanza de que no sea muy extensa la paliza discursiva y de que, una vez saciada su cuota de vanidad, se olvide de ellos por una larga temporada.        


                                                         

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