martes, 7 de junio de 2011

EL PAN DE LA VIDA




Hay alimentos que son mucho más que la sustancia de la que están constituidos o su valor material. Hay alimentos que son una metáfora, un símbolo a veces sagrado, en ocasiones tan humano como el dolor, el trabajo o la injusticia. El pan, que sólo lleva harina de trigo, sal y agua, ingredientes todos convenientemente mezclados y horneados, es el grial por antonomasia que el pobre ha procurado desde el origen de los tiempos, desde aquella maldición bíblica que nos obligaba a ganárnoslo con el sudor de nuestra frente.
            De niño, en el horno de mi barrio sólo había panes redondos y roscas alargadas de kilo, sin más zarandajas, aunque las piezas no llegaban nunca a pesar esos mil gramos de rigor y, cuando años más tarde se produjo una subida alarmante del precio, mi madre y las madres del barrio volvieron a los viejos ritos campesinos y comenzaron a amasar ellas mismas y a llevar su pan al horno en aquellas tablas de madera, que portaban sobre la cabeza con la decisión imperturbable de las matronas que velan por la economía doméstica y la buena alimentación de los suyos.
            El pan de mi madre era de mejor harina y estaba mejor hecho y sabía a gloria. Cuando regresaba del horno con las piezas que durarían toda la semana, me cortaba una rebanada, aún caliente, y la untaba de sobrasada, que al contacto con la miga cálida casi se deshacía.  No puedo olvidar aquella crisis pasajera, no sólo porque disfruté en cada merienda como un enano, sino porque, al final, el pan caliente me fastidió el estómago y me produjo una especie de indigestión, inevitable por otro lado. Con los meses las cosas volvieron a su sitio, los precios se mantuvieron y las mujeres del barrio tornaron a comprar aquellos panes y aquellas roscas de kilo en el horno del Domingo, al principio, y más tarde, en el del Chaparro.
            Algunas variaciones en la forma y en la materia han sufrido desde entonces estos productos básicos que consumimos en abundancia y con placer, pero yo recuerdo cuando surgieron las tortas, redondas y planas, crujientes en la boca y tostadas o los sequillos, alargados y finos como churros, que vendían en la escuela junto a una chocolatina en la hora del recreo. A mí nunca me faltó mi bocadillo de pan del horno con su correspondiente companaje, a veces incómodo de trasegar porque se trataba de una esquina de pan o de un pedazo de rosca excesivamente grueso, pero el apetito de la mañana y mi voracidad de niño pobre y duro, criado en el Castillo, se encargaban de dar cuenta muy pronto de aquel manjar exquisito.
            Hoy constituye todo un espectáculo entrar en una panadería o en una tahona, si nos encontramos más al norte, y contemplar las mil clases, formas, estilos y elaboraciones de un alimento tan común: baguettes, pan gallego, bombones o chapatas, de harina de centeno, multicereales, integral, blanco, negro, con leche.
            Mis hijos prefieren el pan de pueblo que su abuela y su madre les compran cada fin de semana para traerlo y guardarlo en Murcia. Disfrutan de su textura y de su olor y, mientras los observo metiéndose entre pecho y espalda un bocadillo de jamón o de queso con el júbilo de la niñez que va dando paso a la pubertad, viajo en el tiempo de un modo irremediable y me veo de repente en El Salto, el cortijo de donde es originaria mi familia paterna, sentado a la mesa de una cocina grande y oscura frente a una chimenea espectacular con el fuego encendido, en cuyas brasas una mujer solícita  está asando chorizos y morcillas de la última matanza. Crepita la grasa y el aceite de los embutidos sobre las llamas y percibo el olor reconfortante. El pan donde extiende estas regalías suculentas es de otra dimensión porque es de harina candeal y tiene un sabor ácido y un aroma a campo  y dura toda una semana en perfectas condiciones. 
            Estoy seguro de que se trata del pan de la vida, el que ganamos para nuestros hijos cada jornada, el pan eterno, el que procede de la tierra que ha trabajado el campesino con el sudor de su frente y la fatiga de sus manos y es el sustento de nuestros días, sacro, antiguo y poderoso, el que no falta nunca en una mesa, el pan nuestro de cada día.

                                 

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