domingo, 10 de febrero de 2013


HOSPITALIDAD



No creo en el paraíso de la infancia ni en esa estúpida obsesión de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Antes al contrario, la infancia llega a ser, en muchos casos, un verdadero infierno, y los mejores años de mi vida están todavía por venir; o, al menos, así quiero pensarlo yo. Luego, la memoria tiene sus propias mañas y se vale de las palabras para enaltecer, edulcorar y mitificar una época tan común como cualquier otra. También es verdad que no todos tuvieron la misma cuna ni compartieron el sabor agridulce de una niñez con más sombras que luminarias. Cada cual apechuga con la suya, a pesar de que ninguno es responsable de unos años que no elegimos vivir.
         Entonces las cosas en el barrio eran diferentes. Los muchachos entrábamos y salíamos de las pocas casas donde había televisión con una libertad inusual, y los hombres y las mujeres no necesitaban tarjeta de visita ni cita previa para presentarse en el domicilio del vecino a cualquier hora del día con cualquier excusa o con ninguna.
         La vieja y honorable  hospitalidad campesina permitía y auspiciaba incluso estas libertades que hoy nos producirían horror. Aunque mi madre nos educó para no molestar en las casas ajenas y, menos aún, en los espacios de la comida, no resultaba extraño que entrara a mediodía un vecino cualquiera, mientras la familia daba cuenta de una olla pantagruélica  o de un arroz con conejo; por supuesto, que al intruso se le instaba para que cogiese una cuchara y nos acompañase en la mesa, sin darle opción a que rechazase nuestro ofrecimiento, y despreciase, por ende, las humildes vituallas que teníamos sobre la mesa.
         El vecino o la vecina no aceptaban casi nunca la invitación, pero tampoco se iban del todo; de manera que durante unos minutos, que podrían parecernos infinitos, se creaba una situación incómoda, en la que nosotros no terminábamos de relajarnos y el visitante no acababa de irse.
         Tampoco resultaba tan extraño que se acomodara a un lado de la cocina, mientras nosotros proseguíamos con la comida y se entablara una conversación particular, apenas forzada, entre el visitante  y la familia, metida de lleno en la saludable operación de dar cuenta de los alimentos que la madre había cocinado. O bien, se le servía un vaso de vino y se le preparaba un bocado para que no desentonara del todo con el ajetreo general.
         Había menos privacidad en aquellas calles que las mujeres barrían de un modo comunal y que los hombres habían encementado con el sudor de su frente y los materiales del Ayuntamiento, las que usábamos como terreno de mil juegos, campo de batalla y trinchera cotidiana; las calles por las que pasaban ovejas, cabras y burras cada día de camino a la huerta o al monte, las que ocupaban en verano y por la noche hombres y mujeres para matar con mimo y mucha labia las largas horas hasta el instante de  irse a la cama, las que, por fin, inundaban las sombras y terminaban poblándose de los fantasmas fabulosos de nuestra imaginación de muchachos pobres.
         Sería injusto e hipócrita olvidar las muchas rencillas, las peleas callejeras de mujeres desatadas y de hombres broncos, de muchachos malcriados y hasta un punto crueles, de ancianos miserables y blasfemos, porque aquel espacio, del que vengo escribiendo hace años, no era un territorio idílico ni mucho menos. No era más que nuestro barrio, una suerte de pequeño imperio donde mandábamos nosotros y donde, en parte, nos sentíamos seguros e inexpugnables.
         Pero no puedo olvidar aquellas noches de septiembre, después de un día tórrido e interminable en el secano recogiendo las almendras, cuando se reunían en el portal de mi casa, de un modo inesperado y altruista, la María, la Juana, el Miguel, la Paca, la Josefa para ayudarnos a descascarotar las almendras que habíamos traído con la burra ese día sin otra recompensa que la amistad, la conversación y un puñado de almendras que mi madre solía regalarles al fin de la temporada.  

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