miércoles, 21 de septiembre de 2011

DOLOR DE LA TIERRA


Como los escritores del 98 y los intelectuales regeneracionistas de principios del siglo pasado y, antes, autores tan emblemáticos como Quevedo o Larra, entre otros, a mí también me duele mi patria y, por eso mismo, albergo el derecho de señalar algunos de sus males y de sus vicios, del mismo modo que no tenemos empacho en amonestar a los que queremos  y conducirlos, si nos dejan, por el buen camino.
            Todo esto lo digo en referencia a la pésima situación económica por la que está pasando Moratalla, consecuencia evidente, en parte, de una crisis nacional de origen planetario, cuyo término no acabamos de ver claro. En conciencia, me es muy difícil seguir escribiendo en ese tono elegíaco con que suelo volver al pasado de la tierra y de mi infancia y llevar a cabo un ejercicio de la nostalgia, casi siempre dulce y melancólico, o desbarrar, incluso, acerca de asuntos baladíes, con los que pretendo descargar la tensión y refrescar el ambiente, teniendo presente cada día el estado penoso en el que se halla mi pueblo.
            Reconozco que ha llegado el momento de declarar mi indignación y mi dolor por ese constante desangramiento al que he asistido, desde la media distancia, pero con una enorme preocupación. No es plato de buen gusto comprobar que tu lugar de origen aparece casi todos los días en la prensa regional e, incluso, en la internacional, como ejemplo de quiebra y ruina económica con respecto a la gestión administrativa del Ayuntamiento.
            No voy a entrar en debates de índole partidista, aunque conozco algunas buenas razones que justifican todo este desaguisado, porque tengo amigos y familia que me mantienen al día y me dan cumplida información sobre los errores, los desaciertos y los despilfarros de unos y de otros desde hace algunos años, por desgracia.
            Yo reconozco que no es fácil tirar palante en tiempos tan oscuros como los que estamos viviendo, pero de lo que no me cabe la menor duda es de que no resolveremos nada con trifulcas, acusaciones e insultos. Atengámonos a la ley, a los procedimientos comunes en estos casos, a la investigación de las cuentas, a las auditorías, si es necesario, y dejémonos de zarandajas, porque la imagen que reflejamos en el exterior es indigna.
            Este no es un problema exclusivo de Moratalla, desde luego, y va siendo hora de pensar que en estos últimos años no nos salían las cuentas, porque no se puede gastar más de lo que se tiene, sin inversiones ni ahorro, y pretender que no explote el invento alguna vez. Multipliquemos este error por miles de municipios y un buen puñado de comunidades autónomas, añadámosle la amenaza constante de la recesión económica, llegada del otro lado del charco y de los Pirineos y el estallido final hace unos años y entenderemos la espesa sombra que nos cubre.
            Yo no tengo la solución ni conozco a los culpables, pero no queda más remedio que serenarnos y llegar a alguna clase de pacto y entendimiento. Miré los muros de la patria mía,/ si un tiempo fuertes ya desmoronados, escribía, también con dolor de la España que estaba dejando de ser esplendorosa, en el siglo XVII don Francisco de Quevedo y Villegas. No es, por supuesto, el caso de Moratalla, cuyo pasado no ha sido nunca floreciente, pero lo peor de todo lo que nos pasa ahora es que tiene una divulgación exagerada y afecta al ánimo y al bolsillo de tantos amigos, familiares y vecinos, que han dejado de percibir sus nóminas o de cobrar sus facturas o sufrirán la subida inminente de los impuestos, mientras se paralizan las obras públicas y va deteriorándose el paisaje urbano y entramos en una profunda depresión, que no es otra cosa, en ocasiones, que un regodeo enfermizo en el fracaso y un determinismo fatalista, quizás heredado de muchos años de humillación y pobreza.
            Resulta incómodo dar consejos desde lejos, aunque el mal nos afecte a todos, estemos donde estemos. Tal vez haya llegado el momento de olvidar que nunca nos entendimos del todo, que venimos aborreciendo la cultura desde hace siglos, que no somos emprendedores, porque nos duele el alma cada vez que debemos levantarnos para acometer una nueva empresa, que no cuidamos de la cosa pública (res publica, escribían los clásicos) pues lo común parece que no nos perteneciera, y afrontar, acaso, nuestra condición de supervivientes a ultranza. Hemos capeado peores temporales y atravesado territorios más aciagos y hemos subsistido pese a todo.
            No me cabe la menor duda de que también saldremos de esta.
                                             

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