martes, 6 de septiembre de 2011

TORMENTA DE VERANO




Asistimos, un tanto impresionados, al espectáculo sobrenatural de la noche, rota de súbito por los relámpagos de una tormenta de verano. Sentados en la terraza, presenciamos recelosos una de esas brillantes ejecuciones de la naturaleza desatada, barrocas y excesivas, pero inapelables en cualquier caso.  Tan pequeños en la oscuridad profunda, iluminada de tarde en tarde por un desgarro del cielo, tan altos frente a la disputa mitológica de seres que no parecen querer nada con nosotros, que resuelven sus asuntos en su propio campo, a fuego y con soberbios zambombazos de resonancias épicas, ni siquiera nos planteamos la razón de tanta turbamulta.
            Tiembla el firmamento, pero no llueve, quizás porque llovería sobre mojado (tan cerca está el mar que podemos extender nuestras manos y sumergirlas en su agua salobre y eterna), y todo habría sido inútil, una mera fanfarronada de gigantes y malandrines enfurecidos en el tapiz negro del principio de la madrugada, disueltos en el humo de la humedad, capaces solo de amedrentar a los turistas de tierra adentro, a los advenedizos que nunca estuvieron a solas con la furia de lo que resulta invencible, porque viene de un tiempo y de un lugar tan viejos como  el origen del universo.
            Es, al cabo, una ceremonia de la luz desatada, de la amenaza poderosa con que el verano conjuga el mar, el sol y los vientos y nos da un toque de atención, una suerte de colleja climatológica para advertirnos, tal vez, de que todo no será así para siempre: treinta grados a la sombra, la brisa húmeda acunándonos en cada siesta y el mar perpetuo llevándonos tan lejos como nos conceda nuestra paciencia, porque somos por un par de meses hijos del agua y de la arena, seres harapientos sin patria echados bajo las palmeras, criaturas convertidas al culto de la piel y animales libérrimos, desatendidos de normas morales y demás zarandajas.
            No, los relámpagos del cielo vuelven a ponernos en nuestro sitio, nos hurtan en ocasiones la luz eléctrica y, en la oscuridad y maldiciendo, buscamos las velas antiguas, las encendemos con precaución y regresamos al rito ancestral del fuego y de la caverna, torpes, lentos y, por qué no decirlo, también asustados; pues que nos privan de nuestros privilegios de hombres sin recursos y nos fastidian la noche.
            En ese trance me suelo acordar de las tormentas de verano en Moratalla, cuando mi abuela no dudaba en acostarse, porque entre las sábanas se hallaba más segura, mi abuelo y mi padre vigilaban las goteras de la cámara y mi madre se proveía de cerillas y velas, por si se iba la luz. A veces, era de noche y mirábamos el televisor junto a la estufa encendida. De repente nos quedábamos a oscuras, y me daba la impresión de haber vuelto a los tiempos de mis antepasados, sin otro entretenimiento que las conversaciones a media voz en la cocina, resignados a la magia de las tecnologías, que tampoco eran infalibles precisamente, apurando los minutos de la noche y a la espera de que regresara la luz y con ella, el fluir del tiempo y de la vida.
            Ni entonces ni ahora las tenemos todas con nosotros, porque hemos sustituido el azar de la naturaleza, tal vez cruel e inexorable, por el azar de intrincadas razones que tampoco conocemos, que nos son tan extrañas como el nacimiento de la vida, porque, quizás, no nos han dejado otro conocimiento sobre la modernidad que nuestra voluntad de oprimir un botón a ciegas y sin la consciencia plena de lo que, en el fondo, estamos realizando.
            Ya ni siquiera nos importa la sinfonía sincopada de los truenos en el oscuro infinito bajo el que se adivina el mar, del mismo modo que en aquellas noches de mi infancia, asomado a la ventana de la cocina, imaginaba la Sierra del Buitre y el pueblo sumergido en la penumbra, pero queremos que vuelva la luz porque nos hemos quedado con el partido de la tele a medias.
             

                                              

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