sábado, 17 de septiembre de 2011

NOSTALGIA DEL INVIERNO


Según transcurría el verano e iba mediando el mes de agosto, los que habíamos preferido siempre el frío y la lluvia y disfrutábamos de la nieve como de un regalo del cielo, empezábamos  a sentir nostalgia de la última estación del año; aunque supongo que uno siempre echa de menos lo que no tiene, porque ya ha pasado  o porque vendrá más tarde.
            Sé que muy pocos compartirán conmigo esta experiencia, pues tradicionalmente ha sido el sur y el llamado buen tiempo los paradigmas edénicos por antonomasia, los territorios míticos, donde cualquiera hubiese decidido perderse en un momento dado, y, si me apuran, casi toda una filosofía de vida. No en vano, la mayor parte de las grandes religiones y de las culturas fundamentales proceden de ese espacio, así como el origen de la vida y del hombre.
            En cambio, yo suelo reivindicar el norte, la magia de sus sombras, su clima húmedo y su temperatura extremada y con él, la estación que mejor lo representa. Quizás por esto, paso la mitad del verano acordándome de diciembre y de sus primeros frentes fríos, de las gloriosas nieves de enero y de febrero, de las mañanas gélidas hasta finales de marzo y de la luz huidiza, las noches inmensas y las tardes fugaces, que la proximidad de la primavera nos va hurtando de un modo descarado.
            Reconozco que albergo cierta superstición con respecto al estío, que me  sobrecogen sus madrugadas aromáticas y sus atardeceres eternos, las noches breves pero intensas y el olor de la tierra calcinada por el sol. No tengo más remedio que decirlo de una manera diáfana y rotunda: hace años que he aceptado morir durante uno de estos días de arena y de fuego. No hay razón alguna para estar seguro, pero así lo vengo presintiendo, y la sola idea basta para estremecerme.
            Es posible que nunca me haya defendido bien de los agobios del calor, de las noches en blanco y los días empapado, de las faenas más fatigosas durante este tiempo, pues al esfuerzo físico se le unía el desgaste de líquidos y la merma psicológica, esa evidente condena bíblica a la que nos vemos sometidos durante buena parte de la jornada. Se me dirá que el aire acondicionado y los baños ocasionales hacen más soportable estos rigores, pero me resulta intolerable, a veces, pasar frío, un frío  paradójico y metálico en el mes de julio, por ejemplo, y la populosa algarabía de las playas infestadas de individuos molestos, desagradables y maleducados.
            Combatir el helor de los atardeceres, conforme va anunciándose la noche en el horizonte y arrecia la tormenta de nieve o el aguacero intempestivo, es otra cosa y obedece a una liturgia más antigua, tan antigua como el hombre y sus primeros terrores, tan entrañable como su instinto de supervivencia. De manera que nos recogemos en torno a la familia y al hogar y encontramos, de este modo, un sentimiento de protección que viene de muy lejos en el viaje de la especie a través de los siglos y nos hallamos a nosotros mismos en el corazón de la tribu.
            Tal vez por esto, hay días que rememoro con cierta ternura y de una forma extraña el encendido de la estufa de leña en mi casa a finales de octubre o, más atrás en el tiempo, la lumbre que mi abuelo prendía en la cocina de Moratalla, solazándose con ese calor grato que nos reanima de pronto, mientras en la calle silba un viento oscuro y tenaz  y gélido. Siento en esos instantes que los meses del verano solo han sido un paréntesis forzoso en el pálpito regular de mi existencia y que más pronto que tarde todo volverá a su cauce. Cerraremos las ventanas al cierzo y nos taparemos tan ricamente, nos mojaremos los zapatos en los charcos imprevistos de las calles mal pavimentadas y regresarán de una manera mágica las imágenes del origen, de aquellos primeros años en que las cosas eran precarias y vivíamos con lo justo y estábamos más cerca de la tierra, porque hacía muy poco que habíamos salido del cortijo, donde las eventualidades eran numerosas y el frío traía su peligro de fiera invernal, pues un nevazo podía costarnos la vida.
            La familia, la mistad y los vecinos constituían, entonces, un núcleo solidario e indispensable para sortear con éxito la fiereza cimarrona de los inviernos. Quizás los hombres y las mujeres estuvieran más cerca los unos de los otros, frente al fuego de la chimenea, relatando en voz baja leyendas repetidas de origen mágico o sucesos cercanos y sorprendentes. En realidad, ahí se hallaba la fuente inagotable de todos los cuentos, la aureola poética de las palabras pronunciadas con un fervor extraordinario.
            Todos los veranos descubro que echo en falta aquel tiempo, que mi nostalgia del invierno es la del hombre que ha extraviado su infancia y, a cambio, le quedan tan solo un puñado de historias para contar.



                                               

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