NI GRACIAS NI
POR FAVOR
No recuerdo
que en mi infancia nos prodigáramos con estas habituales fórmulas de cortesía,
no por una evidente falta de educación, sino porque no eran expresiones que
pertenecieran a nuestro vocabulario, sino más bien palabras que escuchábamos en
el cine o en la televisión en boca de actores y de actrices que representaban
papeles imaginarios, y eran, lo presentíamos también, rasgos lingüísticos de
una clase social más alta que la nuestra y de un ámbito territorial más urbano.
La ciudad era otra cosa. Sus
habitantes se esmeraban en pronunciar todas y cada una de las letras y en
hacerlo con una entonación graciosa y elegante. En Moratalla y, pasados los
años comprendería que en muchos pueblos, las cosas eran diferentes y el
aislamiento, la idiosincrasia dialectal, la autosuficiencia y, por qué no decirlo también, esa soberbia
de origen pedante que combina la ignorancia a sabiendas con el orgullo
nacionalista, se hablaba no solo haciendo caso omiso de los plurales o las
terminaciones de ciertos participios (las casa
o arreglao por las casas o arreglado) sino con un acento específico, distinto al
del pueblo contiguo, pero igualmente válido, porque los acentos y las hablas,
si son naturales, no deben molestar a nadie, y olvidados por completo de
cualquier amabilidad lingüística que
pudiera parecernos cursi, foránea o afectada.
He defendido en numerosas ocasiones
que cada región, cada comarca e incluso cada pueblo muestre una cierta
originalidad expresiva, ni peor ni mejor que
las de otros lugares, y, asimismo, basándome en mi competencia en la
materia, he añadido alguna vez que en Murcia se construye la lengua desde el
punto vista morfosintáctico mejor que en algunos lugares de Castilla y que
nuestro acento pertenece al área más extensa y prestigiosa de la lengua
española, la que se denomina área
meridional e incluye el sur del país y todo el continente americano,
lugares donde más premios Nóbel de Literatura se han dado, desde Vicente
Aleixandre, que nació en Málaga, Juan Ramón Jiménez, en Huelva o Gabriel García
Márquez, en Colombia, por poner algún ejemplo ilustre. Ninguno de ellos
pronunció el seco, estricto y adusto idioma castellano de Burgos y de Palencia,
que se ha venido imponiendo durante décadas como el modelo ideal, impulsado por
el franquismo y una espesa ideología sobre la corrección y las virtudes
españolas.
La tele acabó con todo esto y España
entera se fue formando poco a poco en unos modos comunicativos que nos dictaban
desde los más populares programas del medio siglo pasado y que todavía hoy nos
siguen enseñando la forma y el fondo de la lengua que hablamos todos. Repetimos
frases hechas, latiguillos, modismos, lugares comunes y lo hacemos en el único
dialecto que nadie cuestiona, el de los medios de comunicación.
Cuando mi madre ponía la mesa y nos
servía los platos, nunca le dijimos gracias ni le pedimos por favor un trozo de
pan o un vaso de agua. No había en esto mala intención, sino familiaridad y
costumbre. Y, cuando en el tajo un compañero nos echaba una mano para cargar
unas cajas de albaricoques en un camión o terminar una cepa de uva y adelantar,
de esta forma, en la hilera que nos había tocado y que, al parecer, tenía
demasiados racimos, porque todas no eran iguales, jamás decíamos gracias, o
cuando pedíamos una caña y una torta de bacalao en El Moreno o un café en el
Pepe del Joaquín tampoco añadíamos por favor.
Y, sin embargo, era de uso corriente
la disciplina en todos los ámbitos, el respeto a la autoridad y a los diversos
poderes, la deferencia en el trato con los mayores o con los hombres y mujeres
importantes y la sumisión de los que se hallaban abajo con respecto a los de
posición superior. De manera que abundaba el usted en la escuela, en el
trabajo, en la calle e, incluso, en la familia; por eso nuestros padres
llamaron a los suyos con este
tratamiento, mientras que nosotros los tuteamos sin problemas, aunque nunca
perdimos la noción de su importancia y de nuestra disposición para estar a su
servicio y acatar sus reproches y sus consejos.
Hoy en mi casa, mi mujer y yo
predicamos con el ejemplo y no escatimamos las gracias y los porfavores, las
muestras de respeto y de cariño entre nosotros, que no impiden, desde luego,
las discusiones inevitables y los disgustos habituales, propios de todas las parejas,
pero cada vez que le pedimos al otro en la mesa o en el salón cualquier cosa, nunca olvidamos hacerlo con la cortesía adecuada, y cuando nos
hacemos un favor o recibimos del otro un servicio o un objeto, añadimos el
gracias pertinente. Mis hijos también han adquirido este saludable hábito, que
no cuesta nada y que nos proporciona allá donde vamos una excelente imagen de
individuos civilizados, a los que resulta más fácil y más agradable tratar.
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