CARNE O PESCADO
Nunca me gustó la carne de una
manera indiscriminada, a pesar de que siempre he comido pollo y he disfrutado
con las sabrosas costillas de cordero y, alguna vez, con una deliciosa pata de
cabrito en un buen restaurante o en mi casa. Tolero la ternera, siempre que no
aparezca la huella de la sangre, tan molesta, tan prehistórica, y eso resulta
muy complicado para cocinar un solomillo, dado su grosor, a no ser que, como me
ha pasado alguna vez, me lo corten en pedazos y lo pasen bien por la plancha.
Odio el conejo literalmente, no me sabe a mucho el pavo, pero, en cambio, he
probado la carne de avestruz, la de jabalí, la de serpiente, la de cocodrilo y
otras alimañas exóticas, que tampoco me han dejado demasiada huella. Ahí queda
eso como un dato anecdótico y nada más. Mi padre y mi hijo, en cambio,
comparten esa pasión por los animales cocinados, desde un palomo a un buey, desde
una liebre a un jabalí. Igual da.
En
cambio, el cerdo es otra cosa, una suerte de sublimación alimentaria, la
confluencia mística del sabor por antonomasia, la eficacia y la versatilidad
del alimento, que igual vale para un cocido que para un asado, pues en todas
partes se comporta como una estrella, y tanta es su calidad que se guarda en la
forma de embutido para que dure el milagro de su paladar durante mucho tiempo.
Reconozco que con el cerdo pierdo los papeles y me comporto como tal. En mi
memoria sentimental andan revueltos los maravillosos, pero ya imposibles,
cocidos de mi madre y las manitas en salsa de mi suegra, los pasteles de sesos
de un viejo establecimiento de Murcia, ya desaparecido, donde solíamos recalar
mi mujer y yo y la crujiente oreja que nos ponían con una cerveza fresca en un
bar cochambroso de Bétera, en Valencia, muy cerca de donde pasé un año haciendo
la mili.
El
resto es pescado, legumbres, patatas y verduras, y mi madre se encargó de
transformar de una forma casi mágica estos ingredientes en una alquimia
gastronómica inolvidable, al menos las legumbres, las patatas y las verduras;
fresco todo y de temporada, desde luego. Luego vendría mi compañera y añadiría la
inclinación por los pescados, desde las
sardinas al espeto con que nos deleitamos en una playa de Málaga o el
chanquete, tan escaso y tan rico, las doradas salvajes que comemos cada verano
en Alicante o el marisco del que tanto gozamos en nuestro viaje de novios a
Tailandia. Ella misma cocina al horno, de vez en cuando, una lubina al punto
con patatas y cebolla y, en ocasiones, compra unas rodajas de salmón o unos
filetes de lenguado y los hace en la sartén, tiernos y esponjosos.
Hace tiempo
que ambos renunciamos, por desgracia y prescripción médica, a las legumbres, pero
frecuentamos un restaurante vegetariano de Murcia que nos sorprende muy a
menudo con elaboraciones culinarias
originales y de fino paladar.
Tradicionalmente
los hombres nos hemos decantado por la carne y las mujeres por el pescado,
mientras que los pobres se han quedado siempre a medio camino y a medio comer.
De forma que la virilidad, la hombría y el carácter de macho radicaban en un
pedazo de carne con la que regresábamos a la época de nuestros ancestros
prehistóricos, cuando no había otra cosa que llevarse a la boca que el producto
sangriento e inmediato de la caza diaria, y ese gesto y esa inclinación nos
aproximaban más a nuestra recóndita condición de animales predadores, con
derecho de pernada sobre el resto de las hembras y de respeto de los machos más
jóvenes.
Durante mis
cortas estancias en Francia como vendimiador adolescente aprendí, en algunas de
las casas donde comíamos con los patrones, previo pago del precio de la
comanda, que comer carne o pescado, o comer simplemente, constituía un concepto
vital distinto de lo que entendíamos en España. Salvo en algunos días de
fiesta, en Moratalla se comía a diario un guiso con excelente pan de horno y el
acompañamiento sabroso de unas olivas negras o verdes, partías o enteras;
después la madre ponía la fuente del embutido sobre la mesa y el cesto con la
fruta. En Francia todos los platos estaban elaborados con un mimo particular y
la carne o el pescado solían ir acompañados de alguna de los centenares de
salsas, que el país vecino tiene a bien haber inventado. Pero antes había
siempre una sopa o una crema, diferentes cada vez, exquisitas, tan apropiadas
todas a mi gusto que disfruté mucho y lo
recuerdo de muy buena gana. Los platos iban sucediéndose, y lo mismo te
encontrabas con una suculenta anguila, con una sabrosa ternera en salsa con
verduras, con una apetitosa ensalada de arroz o con una rica tarta de ciruelas,
bien regado todo con un delicado vino de la tierra. Y al final, era
imprescindible la tabla con los quesos.
Si me dieran a
elegir entre la carne y el pescado, elegiría una de aquellas comidas, o tantas
otras que he ido degustando a lo largo de mi vida del modo más selecto que me
ha permitido mi maltrecha economía. Y aunque me pirran descaradamente las mujeres, me regocijé a menudo con un
rodaballo, un lomo de merluza, unos boquerones fritos o un delicioso bacalao al
pil-pil sin remordimiento alguno. Prefiero el pescado, si me apuran, a la
carne. Ya está dicho.
Antes de comer
dejo los prejuicios aparte, y me dispongo a solazarme con los cinco sentidos,
incluido el de la inteligencia.
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