ANIMALES DE CASA
En aquella época no había mascotas, al menos
en Moratalla, y menos aún en mi barrio. Un pueblo fundamentalmente agrícola y
ganadero no puede permitirse otra relación con los animales que la meramente
laboral y económica. Del mismo modo que un huertano, rara vez planta rosas en
su parcela, tampoco un cabrero o un pastor cuida de otros animales que no sean
los que le procuran el sustento o le ayudan en su faena.
En mi casa habíamos tenido toda
una saga de gatos, cuya primera matriarca recuerdo con muy pocos años
restregando con elegancia su pelo negro y brillante entre las piernas de mi
padre para que compartiera con ella parte de su comida. Los gatos entraban y
salían de las casas con libertad absoluta por aquellos curiosos agujeros que solían
abrirse junto a la puerta de entrada a los que, como resulta obvio, llamábamos
gateras. Un felino en casa garantizaba la limpieza de roedores y apenas
resultaba onerosa su manutención o su cuidado, pues su vida transcurría en un
medio amable y cómodo pero quedaban exentos, desde luego, de los actuales
excesos, casi risibles, en forma de peluquerías, hoteles, revisiones dentales,
operaciones quirúrgicas y otros disparates varios. Comían todos los días, se
guarecían del frío junto a la chimenea y recibían las caricias de los miembros
de la familia. Cuando llegaba su hora, se morían.
Los
perros requerían un trato distinto. Los cazadores o los pastores los utilizaban
para sus labores con aprovechamiento y en los cortijos o en las casas alejadas
era conveniente tener un ejemplar en la puerta para que avisara al dueño de la
venida de algún desconocido. En el barrio del Castillo abundaban los burreros o
rateros, porque, pese a su pequeño tamaño, eran valientes para azuzar a las
bestias y proteger los corrales de la invasión de las ratas. Eran un tanto
fanfarrones, como requería desde luego su trabajo, pero en el fondo se
limitaban a ladrar sin otras consecuencias para los niños que pretendían
acariciarlos o congraciarse con ellos.
No
eran habituales las tortugas, los camaleones, los hámster, las iguanas u otros
pequeños saurios de procedencia exógena y exótica en aquel barrio de hombres y
mujeres obligados al trabajo del campo y supervivientes de una economía tan
débil como azarosa. Sólo perros y gatos poblando las calles del Castillo, mestizos, sin raza, hociqueando
entre los desperdicios, maullando en las noches de verano como criaturas
desoladas. Alguna vez un jilguero cantando en su jaula en la ventana, unos
palomos sobrevolando los tejados y las chimeneas y nada más.
Ni
piensos especiales para comer, ni visitas al veterinario ni vestiditos
ridículos, pues su dieta era la misma que la del dueño de la casa y crecían
sanos y fuertes por la frecuentación de la calle y ellos mismos se buscaban su
cobijo, en ocasiones su condumio y, lo que es más importante, la confianza de
la familia que los acogía. No eran mascotas, eran animales de casa que
entretenían al hombre, lo ayudaban en sus tareas en ocasiones y le hacían la
existencia más feliz con su presencia y con
su reconocimiento. Tampoco eran ni los mejores ni los peores amigos de
nadie. La amistad es una relación tan compleja que sólo entre personas tiene
sentido, pese a lo que puedan objetar algunos. Quien prefiere la compañía de un
animal a la de otro ser humano, es que tiene graves problemas, sin duda.
Además
de los gatos, tuvimos un jilguero y una perra a la que mi padre puso por nombre
Pastora, porque creímos en la
legitimidad de su raza. Luego, salió cruzada, inútil para el pastoreo, aunque
juguetona y agradecida como ella sola. Al jilguero se lo comió el gato en un
descuido de mi padre y la perra tuvimos que darla a unos amigos del campo
cuando llegó la temporada de la vendimia en Francia. Fue triste pero resultaba
ineludible.
Luego,
un día, cuando ya la daba por perdida, viviendo con sus nuevos amos en un
cortijo lejano del campo de Moratalla, apareció en el portal de mi domicilio
atropelladamente, enredándose entre mis piernas y casi enloquecida de alegría,
porque me había reconocido y se
encontraba de nuevo en casa. Nunca supe cómo logró escapar del cortijo y orientarse
hasta el hogar donde la habíamos criado,
pero allí estaba otra vez y allí se quedaría con nosotros hasta la siguiente
vendimia. En alguno de aquellos años,
debió de hallar su acomodo definitivo y ya no regresó más.
Ahora
bien, a pesar de la separación irremediable de cada otoño, nunca pensamos en
abandonarla a su suerte en mitad del monte o en una carretera. Ya digo,
entonces los animales de compañía no
eran mascotas y nuestra relación con ellos resultaba tan franca como leal. No
les comprábamos vestiditos ni les empastábamos las muelas en el dentista, pero no
nos deshacíamos de ellos de una forma innoble, tal vez porque por aquellos años
ya sabíamos, como reza el eslogan, que ellos tampoco lo harían con nosotros.
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