miércoles, 26 de junio de 2013

ANIMALES DE CASA


En aquella época no había mascotas, al menos en Moratalla, y menos aún en mi barrio. Un pueblo fundamentalmente agrícola y ganadero no puede permitirse otra relación con los animales que la meramente laboral y económica. Del mismo modo que un huertano, rara vez planta rosas en su parcela, tampoco un cabrero o un pastor cuida de otros animales que no sean los que le procuran el sustento o le ayudan en su faena.
En mi casa habíamos tenido toda una saga de gatos, cuya primera matriarca recuerdo con muy pocos años restregando con elegancia su pelo negro y brillante entre las piernas de mi padre para que compartiera con ella parte de su comida. Los gatos entraban y salían de las casas con libertad absoluta por aquellos curiosos agujeros que solían abrirse junto a la puerta de entrada a los que, como resulta obvio, llamábamos gateras. Un felino en casa garantizaba la limpieza de roedores y apenas resultaba onerosa su manutención o su cuidado, pues su vida transcurría en un medio amable y cómodo pero quedaban exentos, desde luego, de los actuales excesos, casi risibles, en forma de peluquerías, hoteles, revisiones dentales, operaciones quirúrgicas y otros disparates varios. Comían todos los días, se guarecían del frío junto a la chimenea y recibían las caricias de los miembros de la familia. Cuando llegaba su hora, se morían.
            Los perros requerían un trato distinto. Los cazadores o los pastores los utilizaban para sus labores con aprovechamiento y en los cortijos o en las casas alejadas era conveniente tener un ejemplar en la puerta para que avisara al dueño de la venida de algún desconocido. En el barrio del Castillo abundaban los burreros o rateros, porque, pese a su pequeño tamaño, eran valientes para azuzar a las bestias y proteger los corrales de la invasión de las ratas. Eran un tanto fanfarrones, como requería desde luego su trabajo, pero en el fondo se limitaban a ladrar sin otras consecuencias para los niños que pretendían acariciarlos o congraciarse con ellos.
            No eran habituales las tortugas, los camaleones, los hámster, las iguanas u otros pequeños saurios de procedencia exógena y exótica en aquel barrio de hombres y mujeres obligados al trabajo del campo y supervivientes de una economía tan débil como azarosa. Sólo perros y gatos poblando las calles del  Castillo, mestizos, sin raza, hociqueando entre los desperdicios, maullando en las noches de verano como criaturas desoladas. Alguna vez un jilguero cantando en su jaula en la ventana, unos palomos sobrevolando los tejados y las chimeneas y nada más.
            Ni piensos especiales para comer, ni visitas al veterinario ni vestiditos ridículos, pues su dieta era la misma que la del dueño de la casa y crecían sanos y fuertes por la frecuentación de la calle y ellos mismos se buscaban su cobijo, en ocasiones su condumio y, lo que es más importante, la confianza de la familia que los acogía. No eran mascotas, eran animales de casa que entretenían al hombre, lo ayudaban en sus tareas en ocasiones y le hacían la existencia más feliz con su presencia y con  su reconocimiento. Tampoco eran ni los mejores ni los peores amigos de nadie. La amistad es una relación tan compleja que sólo entre personas tiene sentido, pese a lo que puedan objetar algunos. Quien prefiere la compañía de un animal a la de otro ser humano, es que tiene graves problemas, sin duda.
            Además de los gatos, tuvimos un jilguero y una perra a la que mi padre puso por nombre Pastora, porque creímos en la legitimidad de su raza. Luego, salió cruzada, inútil para el pastoreo, aunque juguetona y agradecida como ella sola. Al jilguero se lo comió el gato en un descuido de mi padre y la perra tuvimos que darla a unos amigos del campo cuando llegó la temporada de la vendimia en Francia. Fue triste pero resultaba ineludible.
            Luego, un día, cuando ya la daba por perdida, viviendo con sus nuevos amos en un cortijo lejano del campo de Moratalla, apareció en el portal de mi domicilio atropelladamente, enredándose entre mis piernas y casi enloquecida de alegría, porque me había reconocido  y se encontraba de nuevo en casa. Nunca supe cómo logró escapar del cortijo y orientarse  hasta el hogar donde la habíamos criado, pero allí estaba otra vez y allí se quedaría con nosotros hasta la siguiente vendimia.  En alguno de aquellos años, debió de hallar su acomodo definitivo y ya no regresó más.
            Ahora bien, a pesar de la separación irremediable de cada otoño, nunca pensamos en abandonarla a su suerte en mitad del monte o en una carretera. Ya digo, entonces los animales de compañía  no eran mascotas y nuestra relación con ellos resultaba tan franca como leal. No les comprábamos vestiditos ni les empastábamos las muelas en el dentista, pero no nos deshacíamos de ellos de una forma innoble, tal vez porque por aquellos años ya sabíamos, como reza el eslogan, que ellos tampoco lo harían con nosotros. 
             

                                               

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