martes, 12 de julio de 2011

VOLVER A MORATALLA EN ALPARGATES


Me ha gustado siempre volver a Moratalla en alpargates cada once de julio al primero de los encierros de la fiesta de la vaca. Desde adolescente me los compraba mi madre, que había trabajado de joven en la elaboración artesana de este calzado pobre y elemental, con el que uno se siente más cerca de la tierra. Y todavía conservo el último par, negro y sin estrenar, colgado de la pared de mi despacho junto a la llave antigua y pesada de la puerta de la casa donde nací, como un talismán y un recordatorio de mi origen humilde y campesino.
            Yo sé, y así lo entiendo, que a muchos lo que realmente les enorgullece es regresar con un flamante cochazo o una rutilante moto; comprar algún terreno en la huerta y edificar una casa con piscina y con algunos árboles alrededor. El éxito y el triunfo son tan subjetivos como la propia vida y no suelen dar para mucho, si uno no sabe aprovechar su esencia. Es lícito que quien se ha marchado del lugar donde nació aspire a tornar con la imagen luminosa de un hombre que le va muy bien en la vida. Pertenecemos al club de los ganadores, de los elegidos, de los que no se han equivocado nunca sólo si mostramos una estampa lustrosa, donde no falte el lujo, la abundancia, la aparente felicidad y la calma de los que parecen tenerlo todo.
            En una entrevista reciente me preguntaron qué significaba el éxito para mí, para un hombre maduro, que lleva un par de décadas en la enseñanza, ha publicado una docena de libros y vive lejos del pueblo del que procede. No recuerdo con exactitud mi respuesta, pero hube de referirme a mi familia, a mis dos hijos y a mi mujer, que me acompañan y me ayudan a sobrevivir, a la suerte de tener sobradamente cubiertas las necesidades primarias y de poder permitirme algún pequeño dispendio. Añadí, quizás, que nunca me interesó el éxito lo más mínimo, si no me permitía cumplir con mi idea del arte y de la existencia. No triunfa el artista que está pendiente de lo que el público requiere de él en cada momento, ni el hombre que pagaría cualquier precio por consumar sus sueños. Al menos, eso es lo que yo creo. Triunfa el que se aproxima lo más cerca posible del empeño que un día se trazó como propósito, con la conciencia limpia del que ha llevado a cabo su tarea con honradez y verdad.
            Regreso a Moratalla en cada ocasión para reencontrarme con los míos, los amigos y la familia, para reconocer aquella parte de mí mismo que se quedó para siempre bajo este cielo tan azul, porque la vida nos lleva de un lado para otro y resulta irremediable ese viaje de los días y de las noches, ese trajín en el que se nos van los años y la juventud sin apenas darnos cuenta.  Desde lejos contemplo con una mayor nitidez el tiempo que viví en estas calles angostas, empinadas y entrañables, que son el paisaje de mi memoria y de todos mis libros; veo las plazas y los patios festoneados de macetas con alhábegas, clavellinas y geranios y me veo a mí mismo corriendo con muy pocos años por estos callejones con solera; de pronto tropiezo en una piedra y caigo inerme, me levanto y me sacudo el polvo; llevo sangre en las manos o en las rodillas y acudo presuroso a mi casa para que mi madre me cure con agua limpia, jabón casero y un estropajo de esparto. Sólo mi madre tiene el poder de restañar mis heridas y sellar la magulladura con un retal rojo de mercromina.  
            Vuelvo a Moratalla, entonces, por mi botín más preciado: la memoria, los olores del monte cercano y de la huerta, de las calles, todavía en estado de pureza, del humo de las chimeneas y del aroma de las cocinas, donde las mujeres se afanan en la elaboración de una exquisita ensalada de alubias, de un fragante potaje de pencas, de un sabroso cocido. Observo la luz, que es distinta y es la misma de mis años jóvenes y me viene a la mente ese río de la nostalgia, caudaloso, imparable; oigo el fragor de la gente en el mercado, los saludos continuos en la calle, las conversaciones broncas de los hombres en la Farola, donde vienen reuniéndose desde antiguo para buscar trabajo, saludar a los amigos o beberse unos chatos en los escasos bares que aún quedan.
            Si lo pienso bien durante unos minutos, apenas tengo razones para hacer doscientos kilómetros en este viaje de ida y vuelta, que incluye, como no podía ser menos, la melancólica rememoración de otras horas, porque casi toda mi vida está fuera, en otra ciudad, junto a los míos, y es allí donde reside mi trabajo, otros amigos, la familia y un escritorio donde continúo escribiendo los libros que aún me quedan, que todavía no he escrito, aunque para llenarme de todo lo que más tarde esparciré sobre los folios en blanco, sobre la pantalla en negro del ordenador, debo venir antes a esta tierra, pasar por Moratalla, como lo he hecho siempre, desde que me fui hace más de veinte años, como lo hago cada once de julio, en alpargates, con los mismos alpargates que me regalaba mi madre por mi cumpleaños para que corriera la vaca.



                                              

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