sábado, 9 de abril de 2011

MOCOS DE ANTAÑO, MOCOS DE HOGAÑO


Cundía el frío en aquellos años lejanos y tan presentes, no obstante, en mi memoria por las calles empinadas y estrechas donde me crie junto a otros muchachos y muchachas con los que jugaba a diario. Nuestras madres nos proveían de grandes pañuelos de tela, que llevábamos en el bolsillo y con los que nos limpiábamos las narices y la cara cada vez que asomaban descarados y pertinaces los mocos de resfriados persistentes que arrastrábamos durante semanas, pero yo recuerdo que había muchos niños que los llevaban siempre pegados a la mejilla, como un dije o una extraña estampación de la piel. Suena asqueroso, lo sé, pero eran otros años y las normas de higiene no se cumplían del todo a rajatabla.
            Hoy, incluso a los bebés, que no pueden expulsarlos con facilidad, se les extraen con una especie de pequeña bomba de aire y se evita con ello que desciendan por el tracto respiratorio y se infecten.
            Las cosas eran muy diferentes por entonces y a nadie parecía afectarle verdaderamente el espectáculo de las narices y del rostro envilecidos por los humores propios de nuestros órganos nasales.
            Sorbían los infantes con vigor las largas y verdes velas que surcaban los caminos ya trazados en su faz y, sin embargo, un aura de inocencia los nimbaba como criaturas evangélicas o como esas imágenes terribles del tercer mundo, en las que suelen abundar los más pequeños, los más agraviados por una sociedad acostumbrada a mirar para otro sitio.
            Hace décadas que usamos pañuelos de papel para sonarnos los mocos de hogaño y nos preocupamos en especial de que ningún resto quede visible a los ojos de los demás. Ganamos en pulcritud, pero además no se nos irritan las narices  y nuestra imagen resulta más aseada en público, sin duda.
            Me da la impresión de que ahora ya no tienen mocos los críos y de que la gente se limpia la nariz por un hábito adquirido más que por una necesidad perentoria. Será que los resfriados han remitido y se ha puesto coto a las enfermedades respiratorias, aunque la atmósfera se halle, si cabe, más sucia y contaminada paradójicamente, o quizás es que los muchachos y las muchachas no habitan ya con tanta frecuencia el territorio adverso de la calle y la intemperie del invierno como nos ocurría a nosotros en aquellos días remotos de la infancia.
            No veo a nadie escupiendo por calles y avenidas ni, como ya es usual en los campos de fútbol, impulsando con fuerza el aire y la flema por uno de los conductos de la nariz, mientras se tapan el otro, que era también práctica habitual entre los hombres del campo, cuando en plena tarea no disponían de pañuelo.
            La verdad es que ya no nos falta el papel, a pesar de que los bosques empiezan a escasear de forma alarmante. En casa tenemos grandes rollos de cocina para secarnos las manos; en los retretes, papel higiénico de todas las calidades y espesores, e incluso yo juraría que algunos huelen a flores o muestran diseños caprichosos y variados. También las servilletas se fabrican con celulosa de madera. Aquellos viejos pañuelos húmedos, empapados de los venerables mocos de antaño, pasaron a la historia por fortuna, como pasaron algunas enfermedades endémicas y los hábitos más insalubres de una edad malsana para los cuerpos y para las ideas.
            Es posible que esos mocos, inoportunos, escandalosos y barrocos hayan dado lugar a estos mocos discretos de hogaño, elegantes y atildados, casi inexistentes en ese afán por ir dejando a nuestra espalda  lo que nos avergüenza o nos empequeñece, lo que ya no es propio del progreso y de esta nueva luz que nos alumbra.
            No es por insistir en lo más desagradable ni por exhumar las miserias de un tiempo ido, sino porque también lo menos bello forma parte del recuerdo y nos acompaña como una seña de identidad allá donde vamos; sobre todo, si resulta tan humano, tan entrañable y tan natural como la imagen de un niño con mocos en la cara. 

                                              

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