miércoles, 31 de agosto de 2011

SOFISTICADAS CHULETAS


Confieso que nunca hice chuletas por dos razones: porque hubiese sido incapaz de sacarlas en un examen y porque, al fin y al cabo, me di cuenta muy pronto de que se trataba de meros resúmenes que, una vez confeccionados, ya habían cumplido sobradamente con su función primigenia de fijar en la mente los conceptos y la estructura de los temas. Eran útiles, por tanto, mientras se realizaban, pero después entrañaban un riesgo excesivo que no merecía la pena correr.
            La versión actualizada e interactiva de aquello es el powerpoint. Yo los llamo, reconozco que no sin cierta sorna, calcomanías sofisticadas, porque, en el fondo no dejan de ser unas cuantas imágenes exhibidas en una pantalla, que pretenden suplantar el poder evocador, conceptual y seductor de la palabra, cuando no son, simple y llanamente, más que un índice descarado de los puntos que el orador o el ponente va a tratar a lo largo de su disertación.
            Ya no encuentra uno una conferencia, una clase magistral, la lectura de una tesis o una humilde comunicación en un congreso que no vaya acompañada de un portátil y de un cañón proyector tras los que suele ir parapetado el especialista en la materia. Parece como si de esta manera la ceremonia del saber adquiriera un aire moderno, tecnológico e inapelable, pues lo que procede de estas nuevas máquinas no queda nunca en entredicho y quien las maneja se transforma en una suerte de mago de la nueva superstición telemática, aunque, más tarde, comprobemos todos los allí reunidos que las imágenes proyectadas, los esquemas propuestos y las ideas desarrolladas resultan tan baladíes como sorprendentes y que el conferenciante se ha dedicado en la práctica a leer   todos y cada uno de los puntos, epígrafes y apartados que los asistentes leíamos y comprendíamos sin ningún problema en la pantalla.
            Uno ha asistido ya a tantos cursos de muy variadas materias, se ha aburrido tanto en la vida y ha soportado a tanto pelmazo leyendo de manera defectuosa sus folios ante un auditorio resignado y deseoso de que la tortura terminara lo antes posible que debería estar curado de espanto, pero me sigue inquietando la seguridad, la frialdad, el aparente rigor y, por qué no decirlo, la desvergüenza con la que  algunos doctos nos asaltan en las aulas de cultura, los auditorios y los salones de actos  con sus sofisticadas chuletas de última generación, cuyo contenido casi siguen al pie de la letra o utilizan de excusa y pretexto para llenar su tiempo de una supuesta sabiduría compartida.
            He oído protestar a algunos alumnos porque en sus libros de lectura no había estampas, imágenes o fotografías. Daba la impresión de que les costaba trabajo concebir la lectura de un texto donde solo hubiera palabras. Reconozco que leer es un ejercicio intelectual de primer orden, porque consiste en traducir unos signos abstractos en evocaciones concretas y de un modo rápido, mecánico y casi inapreciable. Cuando uno lee bien, en ocasiones va realizando a la vez una segunda lectura algunos renglones adelante, como previendo lo que vendrá más tarde. Leer es, en suma, un acto de pensamiento y de reflexión de una profundidad y de una riqueza que ni siquiera la realidad consigue superar a veces. Tal vez leamos por esto mismo, porque buscamos en los libros lo que ni siquiera la vida y el mundo son capaces de ofrecernos.
            Nunca comulgué con ese tópico archirrepetido que insiste en la idea de que una imagen vale más que mil palabras. Es posible que algún cuadro de Velázquez o de Goya tenga un precio tan alto, pero nuestro devenir cotidiano es bastante más barato, pobre, monótono y uniforme. Un paisaje o el rostro de una mujer hermosa poseen un valor único, pero con palabras es posible crear miles de rostros y de paisajes, todos diferentes y estimables. He aquí el misterio de la literatura que otras artes no alcanzan en la misma medida, porque tienen una trascendencia significativa limitada y pese a su belleza, no constituyen un lenguaje con entidad propia, sino que se agotan en sí mismas. Una catedral gótica, el David de Miguel Ángel  o una sonata de Mozart nos procuran un espléndido goce, nos transportan por unos minutos a otros espacios y a otros tiempos, pero la magia dura mientras los contemplamos o los escuchamos. La montaña mágica de Thomas Mann, por poner sólo un ejemplo, se erige como un universo casi insondable, que podríamos estar leyendo durante años y cuyos múltiples sentidos no abarcaríamos. En cada época, incluso, en cada siglo adquirirían, además, nuevas interpretaciones, como ha sucedido con el Quijote y con tantas otras obras.
            Mi defensa de la lengua es obvia y yo no soy una autoridad para llevarla a cabo, porque esto ya lo han hechos intelectuales y filósofos de más alto nivel. A mí lo que me molesta es que para cualquier charla de medio pelo, sean necesarios tantos cachivaches y tantas zarandajas, como si de repente hubiésemos regresado a la infancia y necesitáramos el entretenimiento pueril de aquellas viejas ilustraciones de nuestros primeros cuentos.
            Si la conferencia es buena, el conferenciante ameno, inteligente y con dominio del idioma, sobran películas. Para esto último no hay nada como la butaca de un buen cine o el cálido salón de nuestra casa.

                                              

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