miércoles, 1 de mayo de 2013


EQUIPAJES


Hacer las maletas para irse de viaje es tarea ardua, que las mujeres (perdón por el desafortunado prurito machista)  suelen convertir en un suplicio largo, tedioso, inacabable. Igual da que nos vayamos tres meses de vacaciones que un fin de semana, porque no se trata de cuánto nos llevaremos con nosotros, sino del esmero, la paciencia, el cuidado, las idas y venidas, las vueltas y revueltas, el inagotable tesón con que ellas abordan cada minucia, rellenan cada hueco practicable de la valija o de la bolsa, quitan alguna camisa y añaden un par de pantalones o una falda, apartan el neceser y en su lugar colocan una bolsa con calcetines y, cuando ya nos parece que la cosa está hecha y terminada, entonces, obedeciendo acaso a alguna llamada ancestral de su sexo o de la diosa Lilit, a alguna inspiración inexplicable, tornan a sacarlo todo y rehacen el equipaje sin reparos, melindres o pereza, pues el tiempo no es importante. Nunca hemos salido a las nueve de la mañana, ni siquiera a las diez, y esta vez no va a ser distinto. Tampoco llegaremos a las dos, vayamos donde vayamos, y también a esta circunstancia me he ido habituando con el paso de los años.
            Hubo otra época y otros equipajes, de naturaleza más tosca, pues debían llegar indemnes a tierras lejanas y debían contener más cosas para sobrevivir, comida, calzado, medicinas, chubasqueros, ropa variada, aquellas inolvidables almendras fritas y habas duras tostadas con sal, que mi madre preparaba a modo de aperitivo y con los que, acompañados de unos vasos de vino, pasábamos las trasnochadas del otoño reciente en el sur francés, agarrados a la nostalgia de nuestro origen de emigrantes como náufragos asidos al único madero del océano a la vista.
Mi madre empezaba días antes con el protocolo y la lista de lo que no debía faltar en un viaje así, mientras mi padre desempolvaba las viejas maletas y buscaba grandes y fuertes cajas de cartón, que reforzaba con sogas de esparto. Yo asistía a un frenesí repentino, a una actividad inusual en la casa, que incluía compras y papeleos de última hora, nervios y alguna discusión inevitable y que no presagiaba, desde luego, un destino feliz (ahora lo sé, que puedo comparar entre viajes de muy diversa naturaleza) pero que yo vivía con inquietud y una punta de zozobra, en parte, porque no tenía elección y, en parte, porque me enfrentaba a la incertidumbre de mis fuerzas como jornalero adolescente, de mis aptitudes físicas en el campo de batalla de las vides gabachas, junto con otros nobles mercenarios de la tijera y del cubo.
Pero de lo que yo quiero hablar hoy es de hacer equipajes, de llenar maletas y bolsas para desplazarnos durante unos días o unas semanas a algún otro lugar. Reconozco que en mi casa toda esa labor la lleva a cabo mi esposa, incluso añadiría que con gusto, pese a que casi siempre terminamos enojados, porque nunca he soportado esperar, porque no puedo creer que hagan falta tantas cosas, porque me da la impresión de que todo se puede hacer con mayor celeridad y de que llegaremos una vez más tarde, como hemos hecho desde siempre. Luego, uno lo comenta por ahí con los amigos o los compañeros, y todos coinciden en la misma cantinela, todos protestan por idénticos motivos.
Les cuento el caso, porque viene a cuento, de aquellos dos compañeros de la mili, a los que observaba sorprendido cada noche de domingo, de vuelta del fin de semana de rebaje, mientras colocaban, es un decir,  sus pertenencias de un modo singular en sus respectivas taquillas. Uno abría la bolsa y el armario, vaciaba su contenido en el suelo e iba dándole puntapiés al montón de camisas, pantalones y prendas íntimas hasta que lo metía todo dentro, como se introduce el esférico en una portería de fútbol; el otro, sacaba concienzudamente cada prenda, la iba desplegando y plegando, de nuevo con mimo, la disponía sobre su litera y, por fin, sin prisa alguna, la situaba en su lugar dentro de la taquilla, tranquilo y en silencio, como un duende de la oscuridad, pues que, a esas alturas de la noche ya habían tocado a silencio, habían apagado las luces y él seguía afanado en su equipaje, perfeccionista, casi obsesivo, enfermo del orden, inasequible a cualquier otro estímulo. En la litera de al lado dormía yo y cada domingo fui testigo de esta ceremonia casi inconcebible del  perfecto hacedor y deshacedor de maletas y del otro espectáculo, el de la perversión, el caos, la violencia y la anarquía. Todavía hoy no estoy seguro del todo de cuál de ellos me entusiasmaba o me ponía más  de los nervios; de lo que no me cabe la menor duda es que mi mujer no hubiese soportado a ninguno.


                                  

No hay comentarios:

Publicar un comentario