domingo, 6 de octubre de 2013



UNAS MANOS EXPERTAS Y FUERTES


Cada Domingo de Ramos me trenzaba con extrema pericia mi abuelo Pascual una vistosa sortija  de palma, perfecta en su tosca artesanía. Era hábil con las manos, porque había vivido un tiempo de precariedad en el que casi todo se lo hacía uno, incluida la comida que plantaba, si tenía la suerte de tener tierra y un poco de agua. Era frecuente verlo en la puerta de mi casa, que también era la suya, haciendo y deshaciendo aquella labor interminable del esparto, que él sabía convertir en guitas para cerrar los sacos, en sogas más recias para atar la carga de la burra, en capazos que llenaríamos con almendras u olivas, en pleita para serones y agüeras y en otros pequeños trabajos, como cestos, cernachos para meter los caracoles, baleos para aventar la oliva, esteras para la entrada de las casas, botellas enguitadas para mantenerlas más tiempo húmedas y frescas o aparejos para las bestias de carga.
         Nadie sabe lo duro que es arrancar esparto, salvo aquellos que han trabajado durante toda su vida en esta faena fatigosa, áspera y mal remunerada, en el monte, al albur del frío o del calor, cargados con los haces que habrían de vender aquel mismo día.
         Subía muy a menudo un hombre de estatura pequeña y andar renqueante, que respondía al nombre de Julián, por mi calle hasta la piedra lisa y grande que hay en la misma puerta del castillo. Llevaba una buena brazada de esparto y una maza de madera, que blandía con una firmeza y una seguridad insólitas para la escasa envergadura y los muchos años del hombrecillo. Golpeaba insistente y metódico durante toda la mañana hasta blandear la fibra moldeable con la que después podrían fabricarse tantos utensilios de variado uso.
         Picar esparto era un afán tan duro como arrancarlo, de una monotonía atroz y rudo como el oficio de un herrero que ha de dar forma al metal sobre el yunque, golpe a golpe. Desde mi casa podía oírse la música monocorde y constante de la maza en el quehacer tradicional de un hombre cuya voluntad obraba el milagro de transformar la naturaleza en industria y la barbarie en progreso. Regresaba, menudo y nervioso, pasadas unas horas, calle abajo, con su maza y el esparto todo atado en un fajo, echado el jornal, al cabo, hasta el día siguiente.
         Hemos olvidado demasiados oficios, cuyos únicos protagonistas eran unas manos expertas y fuertes, porque  hoy todo se hace con máquinas y desconocemos de dónde vienen las cosas y quien las crea verdaderamente, cómo se plantan las patatas, los tomates o los árboles frutales, qué rigores es preciso padecer para obtener el fruto de la tierra y alimentar a la familia.
         En cambio, yo era testigo de pequeño de la habilidad manual de mi abuelo mientras hacía una guita o de la tenacidad del hombre que subía cada tarde con el esparto y una maza, condenado a golpear la piedra  hasta lograr su empeño.
         Era el esparto, entonces, una materia abundante y humilde de la que se podía vivir con coraje y estrechuras, porque los hombres que se dedicaban a esto eran osados y valientes y sus mujeres capaces de convertir una paga exigua en un salario de hambre, pero suficiente.  
         Dejo constancia aquí de mi admiración por sus agallas, de su sacrificio de héroes invencibles, que únicamente el tiempo lograría abatir, como viene siendo desde antiguo su costumbre.

                            




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