LIMPIARSE
EL CULO
Desde
la atávica y basta piedra rugosa hasta las sofisticadas toallitas húmedas y
aromáticas de hoy, hemos empleado todo tipo de materiales en esa desagradable pero muy necesaria operación
higiénica de cada día. Nada nos iguala
tanto, ni siquiera las espléndidas coplas de Jorge Manrique, como nuestras
servidumbres fisiológicas, en las que nos resulta imposible mantener un ápice
de dignidad o de elegancia. Imaginen ustedes a Shakira, Antonio Banderas o a
nuestro propio Rey en el gesto preciso,
en el escorzo exacto, en la posición adecuada para rematar con limpieza un
asunto tan cotidiano como enojoso.
Ni siquiera el amor en ese primer grado
de tontuna casi mística al que llamamos enamoramiento es capaz de pasar por alto
estas miserias; de hecho, el paso del tiempo y la frecuentación del baño
erosionan sin más remedio aquellas primeras tontunas amorosas; es cierto que
luego viene la verdad, los fuertes lazos
familiares, los hijos y la hipoteca, pero para entonces uno ya ha caído del
limbo y reconoce en el otro a un igual
sin la prosapia y trascendencia de los comienzos.
Pero lo que vengo a decir no es eso; me
refiero más bien al proceso de sofisticación un tanto absurdo en el que hemos
vivido inmersos durante las últimas tres décadas, sin reparar en el dislate, en
el exceso, en la barbaridad a la que asistíamos de un modo inconsciente. Pasé
de tener un par de pantalones y tres camisas, unos zapatos y unos bambos, una
cazadora de bastantes años y dos jerséis a que mi esposa me llenara un armario con una docena de cada,
cuatro o cinco buenos abrigos y chaquetones, zapatos de cuero y algunos trajes
para las ocasiones; pasé de ponerme los jerséis que me tejía mi madre a comprar
camisas a medida y corbatas de seda.
Pero lo de limpiarse el culo merece capítulo aparte
(y perdonen que me ponga un tanto escatológico). Como mejor se ha hecho eso ha
sido al aire libre, en mitad de la sierra, confundido uno con el aliento
primario de la naturaleza y valiéndote de las materias primas que tenías a mano;
así lo hacíamos en Francia, en la vendimia, y bien abonadas dejamos las viñas
gabachas con nuestras deyecciones hispanas. Todos recordamos el mítico papel
higiénico El elefante, de paradójico satinado, teniendo en cuenta la misión para
la que había sido hecho, y luego llegaron otras marcas, otros papeles tan
frágiles como fastidiosos, pues no cumplían debidamente con su función y nos
fallaban en el último momento, en el más crítico.
De todo lo anterior quedaba el
precipitado, que llamamos zurrapa, y que los hombres, sobre todo los
hombres, mostraban como una seña de
virilidad en su ropa interior. Las mujeres aliadas en aquel tiempo con su mejor
amiga, la lejía, no dejaban ni rastro de la mugre, porque eran pobres, pero
tenían a gala ser honradas y, sobre todo, limpias, muy limpias.
Tampoco es que el aseo de nuestras
partes más íntimas fuese una operación muy extendida. Ni siquiera tuvimos claro al principio para
qué servía el bidé, salvo para lavarse los pies, y aun pasados los años, seguía
constituyendo un objeto más propio de la higiene femenina que apenas nos aludía
a nosotros. Lavarse, en general, había
constituido una costumbre extraña en los ámbitos cristianos, los hombres,
porque poníamos en entredicho nuestra hombría y las mujeres, porque atentaban
contra su decencia.
Hoy nos lavamos todos los días cada
parte de nuestro cuerpo con un mimo particular y prolijo: tres veces los
dientes durante al menos tres minutos, una vez todo el cuerpo, en la sesión de ducha, y el culo las ocasiones
que haga falta, a pesar de que quedaron atrás las toscas piedras, el inútil
papel higiénico El elefante, los endebles papeles posteriores.
Tenemos junto al retrete (que es
palabra española y antigua y muy de mi agrado) un paquete de toallitas humedecidas
y perfumadas con las que uno al principio no sabía muy bien si refrescarse el
cuello y las manos o usarlas para una función más triste, más abyecta, pero de
todo punto ineludible. Cuando acabas, te sientes fresco, pulcro, elegido entre
todos, casi una estrella de cine.
Te falta, sin embargo, al menos a mí me
pasa, el aroma del monte, el color intenso y azul del cielo, la sensación de
pertenecer a algo más grande y de que todo gire en torno a ti. Con una piedra
bastaría, y tal vez habríamos evitado la crisis. Sólo es un ejemplo.
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