domingo, 6 de octubre de 2013





LIMPIARSE EL CULO

Desde la atávica y basta piedra rugosa hasta las sofisticadas toallitas húmedas y aromáticas de hoy, hemos empleado todo tipo de materiales en  esa desagradable pero muy necesaria operación higiénica de cada día.  Nada nos iguala tanto, ni siquiera las espléndidas coplas de Jorge Manrique, como nuestras servidumbres fisiológicas, en las que nos resulta imposible mantener un ápice de dignidad o de elegancia. Imaginen ustedes a Shakira, Antonio Banderas o a nuestro propio Rey  en el gesto preciso, en el escorzo exacto, en la posición adecuada para rematar con limpieza un asunto tan cotidiano como enojoso.
         Ni siquiera el amor en ese primer grado de tontuna casi mística al que llamamos enamoramiento es capaz de pasar por alto estas miserias; de hecho, el paso del tiempo y la frecuentación del baño erosionan sin más remedio aquellas primeras tontunas amorosas; es cierto que luego viene la verdad,  los fuertes lazos familiares, los hijos y la hipoteca, pero para entonces uno ya ha caído del limbo  y reconoce en el otro a un igual sin la prosapia y trascendencia de los comienzos.
         Pero lo que vengo a decir no es eso; me refiero más bien al proceso de sofisticación un tanto absurdo en el que hemos vivido inmersos durante las últimas tres décadas, sin reparar en el dislate, en el exceso, en la barbaridad a la que asistíamos de un modo inconsciente. Pasé de tener un par de pantalones y tres camisas, unos zapatos y unos bambos, una cazadora de bastantes años y dos jerséis a que mi esposa  me llenara un armario con una docena de cada, cuatro o cinco buenos abrigos y chaquetones, zapatos de cuero y algunos trajes para las ocasiones; pasé de ponerme los jerséis que me tejía mi madre a comprar camisas a medida y corbatas de seda.
         Pero  lo de limpiarse el culo merece capítulo aparte (y perdonen que me ponga un tanto escatológico). Como mejor se ha hecho eso ha sido al aire libre, en mitad de la sierra, confundido uno con el aliento primario de la naturaleza y valiéndote de las materias primas que tenías a mano; así lo hacíamos en Francia, en la vendimia, y bien abonadas dejamos las viñas gabachas con nuestras deyecciones hispanas. Todos recordamos el mítico papel higiénico El elefante, de paradójico satinado, teniendo en cuenta la misión para la que había sido hecho, y luego llegaron otras marcas, otros papeles tan frágiles como fastidiosos, pues no cumplían debidamente con su función y nos fallaban en el último momento, en el más crítico.
         De todo lo anterior quedaba el precipitado, que llamamos zurrapa, y que los hombres, sobre todo los hombres,  mostraban como una seña de virilidad en su ropa interior. Las mujeres aliadas en aquel tiempo con su mejor amiga, la lejía, no dejaban ni rastro de la mugre, porque eran pobres, pero tenían a gala ser honradas y, sobre todo, limpias, muy limpias.
         Tampoco es que el aseo de nuestras partes más íntimas fuese una operación muy extendida.  Ni siquiera tuvimos claro al principio para qué servía el bidé, salvo para lavarse los pies, y aun pasados los años, seguía constituyendo un objeto más propio de la higiene femenina que apenas nos aludía a nosotros.  Lavarse, en general, había constituido una costumbre extraña en los ámbitos cristianos, los hombres, porque poníamos en entredicho nuestra hombría y las mujeres, porque atentaban contra su decencia.
         Hoy nos lavamos todos los días cada parte de nuestro cuerpo con un mimo particular y prolijo: tres veces los dientes durante al menos tres minutos, una vez todo el cuerpo, en  la sesión de ducha, y el culo las ocasiones que haga falta, a pesar de que quedaron atrás las toscas piedras, el inútil papel higiénico El elefante, los endebles papeles posteriores.
         Tenemos junto al retrete (que es palabra española y antigua y muy de mi agrado) un paquete de toallitas humedecidas y perfumadas con las que uno al principio no sabía muy bien si refrescarse el cuello y las manos o usarlas para una función más triste, más abyecta, pero de todo punto ineludible. Cuando acabas, te sientes fresco, pulcro, elegido entre todos, casi una estrella de cine.
         Te falta, sin embargo, al menos a mí me pasa, el aroma del monte, el color intenso y azul del cielo, la sensación de pertenecer a algo más grande y de que todo gire en torno a ti. Con una piedra bastaría, y tal vez habríamos evitado la crisis. Sólo es un ejemplo.
        

                            

No hay comentarios:

Publicar un comentario