domingo, 6 de octubre de 2013

¿DE QUÉ TE RÍES?




No digo yo que nos ríamos con maldad o con saña, pero si la persona que va contigo o la que se cruza a tu lado da un traspiés y se cae al suelo en mitad de la calle, no podemos reprimir una media sonrisa de no se sabe qué, acaso regocijo por la ridícula escena o alivio porque ha sido otro el protagonista de un accidente fortuito; tanto es así que si nos sucede a nosotros el caso, solemos incorporarnos rápidamente, sacudirnos el polvo como si nada, mirar de reojo por si alguien nos ha visto y, de una forma disimulada, hacer mutis por el foro sin un solo aspaviento, por mucho que nos duela el costalazo y aunque nos hayamos roto un par de costillas.
         Dala impresión de que nos regocije el mal de los otros y si éste es repentino y violento, entonces ya nadie puede detener nuestra incomprensible alegría. Quizás el colmo de la dicha no es solo lo mucho bueno que nos ocura a nosotros, sino también, y al mismo tiempo, lo malo que les acontezca a los demás. Nuestro hartazgo no está completo si no vislumbramos signos de hambre en los que nos rodean. De qué nos sirve poseer un buen coche o habitar una mansión opulenta, si el resto de nuestros vecinos comparten nuestra riqueza.
         O somos exclsivos o somos muy poco. De ahí que haya diversas gamas de automóviles, de hoteles, de ropa o de zapatos, donde el grado máximo es el lujo por el lujo, la apariencia de lo sublime, la pertenencia al club imaginario pero real de lo supremo, al que solo tienen acceso los elegidos por el dinero y el poder.
         Casi nadie está libre de culpa. En mi segunda o tercera lectura de El Quijote recuerdo haberme reído como un enano de todas las meteduras de pata del héroe cervantino pero también de los vapuleos y golpes que recibe junto a su escudero a lo largo de ese viaje iniciático tan parecido a la vida, mientras que la primera vez, allá por los páramos agrestes de mi adolescencia, maldita la gracia que me hicieron tantas burlas y tantas agresiones a un hombre bueno, a mi parecer, que no tenía otro empeño que el de ayudar a los más necesitados.
         ¿Por qué nos reímos cuando el toro derriba al picador subido sobre un caballo monumental? ¿Qué nos produce tanta gracia en la caída del subalterno y en el peligro que supone la proximidad del toro, el golpe en sí sobre el albero o el posible aplastamiento del equino? No lo sé, pero es innegable la atracción que produce este hecho, sobre todo en los menos aficionados, en los que se quedan con la parte anecdótica.
         Durante mucho tiempo triunfó en la televisión el formato de vídeos caseros en los que se recogían choques, revolcones, leñazos, culadas o batacazos de muy diversa índole que provocaban en el público una hilaridad incontenible. Lo peor no era la reacción humana, por muy indesable que fuera, sino el envío maléfico de los familiares, los amigos, los padres o los esposos de esos documentos visuales a los que solo ellos habían tenido acceso y en los que quedaban inmortalizados los muchos y muy diversos revolcones de sus seres queridos con el único fin de divertir a los otros y de obtener un beneficio econonómico, pues al final solía haber un premio para el más insólito, el más cruel o el más irrisorio.
         Las cadenas de televisión hallaron na veta rentable en estas escenas domésticas, que conseguían de un modo gratuito y con las que alcanzaban unos índices de audiencia importantes. Claro que todos nos reímos entonces, incluso de aquellos más desproporcionados, venidos de Japón o de países asiáticos en los que las escenas con niños resultaban más inverosímiles y más radicales.
         Claro que cuando se abusa de algo, termina por no hacernos gracia alguna y, poco a poco, el impacto de todo aquello fue perdiéndose y los programas casi desaparecieron.
             


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