domingo, 6 de octubre de 2013

SEA LO QUE DIOS QUIERA


Era cómodo aquel gesto, aquellas palabras de alivio íntimo con las que se clausuraba cualquiera amago de deseo, cualquier iniciativa o un peligro incierto. Vengo explicando durante bastantes años algunos aspectos ideológicos de lo que se denomina la Edad Media a mis alumnos, entre los que destaco su evidente carácter teocéntrico o teocrático que, para el caso, igual da; es decir, la constatación de que todo sucedía alrededor de la idea inamovible de un Dios todopoderoso, que regía desde las alturas  los destinos del hombre y que una vez  ante su presencia juzgaba inclemente lo bueno o lo malo que uno hubiese cometido a lo largo de su pequeña y mezquina vida. Eran, por tanto, las enfermedades, las escasas alegrías, la venida de los hijos, la muerte de los seres queridos, el logro de cierta empresa o el hallazgo del amor eterno concesiones todas de lo más alto, del que mandaba las penas y las venturas, al que se le debían las epidemias y las buenas cosechas, el aborto inesperado de una nube amenazadora o los grandes cataclismos, el roce de una mano suave junto al fuego de la noche y el pan de cada día.
         La existencia de todos pendía de un hilo demasiado fino, y solo Dios protegía aquel azar con su infinita magnanimidad. Algo parecido sucedía en mi infancia o, al menos, ése es el recuerdo que yo conservo. Nuestras vidas estaban sujetas a un determinismo implacable y, en ocasiones, cruel; las enfermedades se curaban con oraciones, ensalmos y mucha devoción, aunque a veces el médico de turno echaba una mano. Los partos traían sus dificultades, sobre todo cuando las mujeres vivían en la sierra y eran ayudadas sólo por otras mujeres, sin especialistas, comadaronas o practicantes.
         En mi barrio morían a menudo bebés recién nacidos o niños de poco tiempo  y los enfermos de cáncer agonizaban durante meses en un estado insoportable y sin otro consuelo  que el de los rezos de la familia y los vecinos y la visita de algún cura de vez en cuando. ¡Que sea lo que Dios quiera! Se escuchaba con demasiada frecuencia en la calle y en las casas, porque el hombre tenía un exiguo margen de poder y no le quedaba otro que la resignación y la aquiescencia a las leyes inexorables del ámbito espiritual.
         Las jóvenes en edad de casarse se encomendaban al santo de turno y, cuando persistía la estación seca, los hombres sacaban a Jesucristo Aparecido hasta la Plaza de la Iglesia para pedir al Altísimo por la salvación de las cosechas y la prosperidad de los ganados; pueblo, campos y cañadas vivían al albur del capricho del cielo y todo parecía transitorio, efímero, pasajero y sin valor, como algunos siglos atrás había sucedido antes de que el humanismo grecolatino y la imprenta irrumpieran en una Europa castigada por la sombra de la incultura y de las enfermedades.
         Todo era, en fin, culpa o privilegio divino. Moratalla, como tantos otros pueblos, bajo la penumbra espesa de un Régimen oscuro, se debatía entre el miedo al más allá y el pánico a los poderes temporales. Por eso, los hijos venían cuando y como Dios los mandaba, la existencia era corta y ardua, y todos los dolores eran penitencias ofrecidas a Dios, que los enviaba porque, a buen seguro, los merecíamos, como traía demasiados hijos, demasiados trabajos y demasiada miseria. Algo habríamos hecho mal para tantas estrecheces y calamidades y, por otro lado, siempre nos quedaba la opción de encomendarnos a su arbitrio y a su voluntad: ¡Que sea lo que Dios quiera! Repetíamos seguros de que la fórmula podría librarnos del mal, de cualquier mal y a cualquier hora. Pero la vida proseguía ajena a nuestras supersticiones, terca e imparable como un río indómito, firme en su rumbo, impredecible y caprichosa, como suele ser desde el inicio de los tiempos hasta la fecha.


                           

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