SEA LO QUE
DIOS QUIERA
Era
cómodo aquel gesto, aquellas palabras de alivio íntimo con las que se
clausuraba cualquiera amago de deseo, cualquier iniciativa o un peligro
incierto. Vengo explicando durante bastantes años algunos aspectos ideológicos
de lo que se denomina la Edad Media a mis alumnos, entre los que destaco su
evidente carácter teocéntrico o teocrático que, para el caso, igual da; es
decir, la constatación de que todo sucedía alrededor de la idea inamovible de
un Dios todopoderoso, que regía desde las alturas los destinos del hombre y que una vez ante su presencia juzgaba inclemente lo bueno
o lo malo que uno hubiese cometido a lo largo de su pequeña y mezquina vida.
Eran, por tanto, las enfermedades, las escasas alegrías, la venida de los hijos,
la muerte de los seres queridos, el logro de cierta empresa o el hallazgo del
amor eterno concesiones todas de lo más alto, del que mandaba las penas y las
venturas, al que se le debían las epidemias y las buenas cosechas, el aborto
inesperado de una nube amenazadora o los grandes cataclismos, el roce de una
mano suave junto al fuego de la noche y el pan de cada día.
La existencia de todos pendía de un
hilo demasiado fino, y solo Dios protegía aquel azar con su infinita
magnanimidad. Algo parecido sucedía en mi infancia o, al menos, ése es el
recuerdo que yo conservo. Nuestras vidas estaban sujetas a un determinismo
implacable y, en ocasiones, cruel; las enfermedades se curaban con oraciones,
ensalmos y mucha devoción, aunque a veces el médico de turno echaba una mano.
Los partos traían sus dificultades, sobre todo cuando las mujeres vivían en la
sierra y eran ayudadas sólo por otras mujeres, sin especialistas, comadaronas o
practicantes.
En mi barrio morían a menudo bebés
recién nacidos o niños de poco tiempo y los
enfermos de cáncer agonizaban durante meses en un estado insoportable y sin
otro consuelo que el de los rezos de la
familia y los vecinos y la visita de algún cura de vez en cuando. ¡Que sea lo
que Dios quiera! Se escuchaba con demasiada frecuencia en la calle y en las
casas, porque el hombre tenía un exiguo margen de poder y no le quedaba otro
que la resignación y la aquiescencia a las leyes inexorables del ámbito
espiritual.
Las jóvenes en edad de casarse se
encomendaban al santo de turno y, cuando persistía la estación seca, los
hombres sacaban a Jesucristo Aparecido hasta la Plaza de la Iglesia para pedir
al Altísimo por la salvación de las cosechas y la prosperidad de los ganados;
pueblo, campos y cañadas vivían al albur del capricho del cielo y todo parecía
transitorio, efímero, pasajero y sin valor, como algunos siglos atrás había
sucedido antes de que el humanismo grecolatino y la imprenta irrumpieran en una
Europa castigada por la sombra de la incultura y de las enfermedades.
Todo era, en fin, culpa o privilegio
divino. Moratalla, como tantos otros pueblos, bajo la penumbra espesa de un
Régimen oscuro, se debatía entre el miedo al más allá y el pánico a los poderes
temporales. Por eso, los hijos venían cuando y como Dios los mandaba, la
existencia era corta y ardua, y todos los dolores eran penitencias ofrecidas a
Dios, que los enviaba porque, a buen seguro, los merecíamos, como traía
demasiados hijos, demasiados trabajos y demasiada miseria. Algo habríamos hecho
mal para tantas estrecheces y calamidades y, por otro lado, siempre nos quedaba
la opción de encomendarnos a su arbitrio y a su voluntad: ¡Que sea lo que Dios
quiera! Repetíamos seguros de que la fórmula podría librarnos del mal, de
cualquier mal y a cualquier hora. Pero la vida proseguía ajena a nuestras
supersticiones, terca e imparable como un río indómito, firme en su rumbo,
impredecible y caprichosa, como suele ser desde el inicio de los tiempos hasta
la fecha.
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