OCHENTA POR HORA
Todo iba, por entonces, a ochenta
por hora, a una velocidad vertiginosa que los muchachos de aquel tiempo
considerábamos trepidante y desenfrenada, no solo los coches y las motos sobre
aquellas infames, polvorientas y peligrosas carreteras de mi infancia, donde el
único firme era el polvo y los baches infinitos, sino cualquier objeto, persona
o idea, porque el modelo máximo de ligereza eran estos dos dígitos, un tótem de
modernidad y tecnología, que nos gustaba repetir con solvencia de muchachos
casi posmodernos, como si a partir de aquel momento fuese muy difícil rebasar
esos límites inimaginables.
A
ochenta por hora bajábamos los críos por las calles del Castillo subidos en
vehículos imaginarios que rugían al son de nuestras propias gargantas, tomaban
curvas peligrosas, descendían obstáculos imposibles y, de vez en cuando,
atropellaban a algún incauto. A ochenta por hora iban los hombres a la huerta
porque se les hacía tarde y empezaba a amanecerles, erguidos sobre las altas
burras adormiladas, y las mujeres, presurosas y dispuestas carretera adelante
hacia la fábrica de conservas donde, a ochenta por hora, pasarían una buena
parte del día, deshuesando albaricoques o melocotones, embotando fruta variada
o cargando palés que los hombres conducirían a ochenta por hora hasta los
camiones.
Lástima
que los diferentes dueños de aquellas fábricas, casi siempre ruinosas y
efímeras, no alcanzaran nunca esta celeridad y tardaran todo un año, a veces
toda una vida, para pagarles a las mujeres aquel sueldo miserable que se habían
ganado con tanta premura y tanto sacrificio.
En la vendimia, en Francia, era
cada cual responsable de su hilera, renga
la llamábamos, y en ella se afanaba diligente para cortar todos los racimos
de uva de cada parra, echarlos en el cubo y vaciarlos en el remolque del
tractor que al fin de la jornada lo llevaría al lugar donde habría de prensarse
para elaborar el vino. Volvíamos tarde a comer y con muy poco tiempo, pues muy
pronto habríamos de regresar al tajo, así que mujeres y hombres hacían la
comida y se la comían a todo tren, pues, pese a que por aquellos días el estrés
no se había puesto de moda todavía y, por lo tanto, no lo padecía nadie, el
ritmo de la vida en este trance resultaba apresurado sin duda.
Todos
los trabajos requerían un ritmo vivo para que la producción fuese la adecuada y
el sueldo de los peones rentable; en ocasiones, se establecían pequeñas
competiciones improvisadas entre los propios jornaleros para demostrarse a sí
mismos y a los otros sus habilidades con las tijeras de podar, su destreza para
descubrir las uvas, cortarlas y llenar los cubos.
El hombre de
la ciudad ha contemplado siempre el campo como un terreno sereno y plácido
donde la existencia transcurre en calma, pero lo cierto es que hombres y
mujeres se levantaban con las primeras luces, daban de comer a los animales,
iban a por agua a la fuente para el consumo, y cuando tenían la casa, los
corrales y el pajar en orden, se dirigían a la huerta o a la era y a ochenta
por hora faenaban durante todo el día de sol a sol, descansando lo mínimo para
comer y liar un cigarro, beber agua del cántaro fresco y mirar con recelo al
cielo por donde siempre venían los males.
Además, las
mujeres engendraban, parían y criaban muchos hijos, porque por aquellos días el
mundo necesitaba manos, esclavos y estómagos vacíos de una forma inexplicable,
y nunca descuidaban sus labores domésticas: cosían, remendaban, cocinaban,
fregaban y lavaban a mano durante horas, con un crío pegado a uno de sus pechos
y los otros gateando a su alrededor, devolviendo vida a la vida, a veces solas,
porque el marido había muerto, pero voluntariosas siempre, decididas a sacar
adelante la casa y a su prole, valerosas y casi heroicas.
La prisa ha espoleado de un modo
paradójico al hombre del campo, enfrascado en mil tareas que debía afrontar en
un tiempo concreto, antes de que llegara la canícula, se metieran los fríos del
invierno, cayeran las lluvias de septiembre o las nieves de febrero. El clima,
las lunas, las temporadas, las plagas y todas las inclemencias amenazaban su
suerte y entristecían su vigilia. Era preciso correr para recolectar la oliva
antes de que los vientos de marzo la echaran al suelo, o vendimiar la uva que
ya estaba madura y se pudriría si llegaban las lluvias o se la comerían los
grajos, o segar y recoger los haces de trigo no fuera a caer una tormenta de
verano y lo echara a perder todo.
Cada noche el padre y la madre
trazaban los planes para el día siguiente. Acarrear el agua de la fuente más
cercana, arrancar las patatas de la tierra, matar el cerdo, preparar la comida
para todos, descascarotar las
almendras que habían traído del secano
aquel mismo día, meter los tomates en botes al baño maría para todo el
año, enristrar los pimientos, secar los higos, partir las almendras, salar los
jamones, labrar la tierra.
Lo dicho, a ochenta por hora.
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