sábado, 23 de marzo de 2013



OCHENTA POR HORA



Todo iba, por entonces, a ochenta por hora, a una velocidad vertiginosa que los muchachos de aquel tiempo considerábamos trepidante y desenfrenada, no solo los coches y las motos sobre aquellas infames, polvorientas y peligrosas carreteras de mi infancia, donde el único firme era el polvo y los baches infinitos, sino cualquier objeto, persona o idea, porque el modelo máximo de ligereza eran estos dos dígitos, un tótem de modernidad y tecnología, que nos gustaba repetir con solvencia de muchachos casi posmodernos, como si a partir de aquel momento fuese muy difícil rebasar esos límites inimaginables.
            A ochenta por hora bajábamos los críos por las calles del Castillo subidos en vehículos imaginarios que rugían al son de nuestras propias gargantas, tomaban curvas peligrosas, descendían obstáculos imposibles y, de vez en cuando, atropellaban a algún incauto. A ochenta por hora iban los hombres a la huerta porque se les hacía tarde y empezaba a amanecerles, erguidos sobre las altas burras adormiladas, y las mujeres, presurosas y dispuestas carretera adelante hacia la fábrica de conservas donde, a ochenta por hora, pasarían una buena parte del día, deshuesando albaricoques o melocotones, embotando fruta variada o cargando palés que los hombres conducirían a ochenta por hora hasta los camiones.
            Lástima que los diferentes dueños de aquellas fábricas, casi siempre ruinosas y efímeras, no alcanzaran nunca esta celeridad y tardaran todo un año, a veces toda una vida, para pagarles a las mujeres aquel sueldo miserable que se habían ganado con tanta premura y tanto sacrificio.
En la vendimia, en Francia, era cada cual responsable de su hilera, renga la llamábamos, y en ella se afanaba diligente para cortar todos los racimos de uva de cada parra, echarlos en el cubo y vaciarlos en el remolque del tractor que al fin de la jornada lo llevaría al lugar donde habría de prensarse para elaborar el vino. Volvíamos tarde a comer y con muy poco tiempo, pues muy pronto habríamos de regresar al tajo, así que mujeres y hombres hacían la comida y se la comían a todo tren, pues, pese a que por aquellos días el estrés no se había puesto de moda todavía y, por lo tanto, no lo padecía nadie, el ritmo de la vida en este trance resultaba apresurado sin duda.
            Todos los trabajos requerían un ritmo vivo para que la producción fuese la adecuada y el sueldo de los peones rentable; en ocasiones, se establecían pequeñas competiciones improvisadas entre los propios jornaleros para demostrarse a sí mismos y a los otros sus habilidades con las tijeras de podar, su destreza para descubrir las uvas, cortarlas y llenar los cubos.
El hombre de la ciudad ha contemplado siempre el campo como un terreno sereno y plácido donde la existencia transcurre en calma, pero lo cierto es que hombres y mujeres se levantaban con las primeras luces, daban de comer a los animales, iban a por agua a la fuente para el consumo, y cuando tenían la casa, los corrales y el pajar en orden, se dirigían a la huerta o a la era y a ochenta por hora faenaban durante todo el día de sol a sol, descansando lo mínimo para comer y liar un cigarro, beber agua del cántaro fresco y mirar con recelo al cielo por donde siempre venían los males. 
Además, las mujeres engendraban, parían y criaban muchos hijos, porque por aquellos días el mundo necesitaba manos, esclavos y estómagos vacíos de una forma inexplicable, y nunca descuidaban sus labores domésticas: cosían, remendaban, cocinaban, fregaban y lavaban a mano durante horas, con un crío pegado a uno de sus pechos y los otros gateando a su alrededor, devolviendo vida a la vida, a veces solas, porque el marido había muerto, pero voluntariosas siempre, decididas a sacar adelante la casa y a su prole, valerosas y casi heroicas.
            La prisa ha espoleado de un modo paradójico al hombre del campo, enfrascado en mil tareas que debía afrontar en un tiempo concreto, antes de que llegara la canícula, se metieran los fríos del invierno, cayeran las lluvias de septiembre o las nieves de febrero. El clima, las lunas, las temporadas, las plagas y todas las inclemencias amenazaban su suerte y entristecían su vigilia. Era preciso correr para recolectar la oliva antes de que los vientos de marzo la echaran al suelo, o vendimiar la uva que ya estaba madura y se pudriría si llegaban las lluvias o se la comerían los grajos, o segar y recoger los haces de trigo no fuera a caer una tormenta de verano y lo echara a perder todo.
            Cada noche el padre y la madre trazaban los planes para el día siguiente. Acarrear el agua de la fuente más cercana, arrancar las patatas de la tierra, matar el cerdo, preparar la comida para todos, descascarotar las almendras que habían traído del secano  aquel mismo día, meter los tomates en botes al baño maría para todo el año, enristrar los pimientos, secar los higos, partir las almendras, salar los jamones, labrar la tierra.
            Lo dicho, a ochenta por hora.

                                              

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