domingo, 17 de marzo de 2013



PEDANTE POR DEFECTO



La versión más extendida y conocida del pedante es la del que usa el idioma de un modo exagerado, altanería y engreimiento, es decir, la del que habla o escribe por encima de su interlocutor con el propósito de apabullarlo, menoscabarlo o disminuirlo de algún modo. El lenguaje es, qué duda cabe, también poder, no tanto como el poder real o como el poder económico, pero signo de distinción, al fin y al cabo, y arma  muy útil para la consecución de algunos objetivos.
         Yo me he topado en mi vida con alguno de estos individuos, pero hace tiempo que vengo observando el fenómeno contrario, es decir, la pedantería por defecto, la voluntad de dejar claro que uno es de pueblo cerrado, aunque no lo sea, que no tiene estudios, aunque haya cursado ingeniería con éxito, que no domina un nivel medio de lenguaje, aunque haya elaborado toda una tesis.
         Reconozco que la campechanía excesiva me aturde, sobre todo cuando no es natural ni verdadera, sino que nace de la certeza de ser superior al otro, pero con el empeño radical de que parezca lo contrario, como si nos avergonzáramos de lo que somos, de haber empezado en un punto de la vida y del camino y haber avanzado hasta alcanzar otro punto, como si nos pusiéramos a la defensiva de aquellos que pueden pensar que ya no somos los que éramos al inicio.
         Por supuesto que nunca somos del todo los que éramos, que el tiempo, los amigos, los estudios, la experiencia y nuestro entorno nos van cambiando irremediablemente. Tenemos siempre la opción de volver al origen, a los colegas de la infancia y a la familia  en una estado normal, sin pretender a ultranza que no sólo no nos hemos movido  ni un centímetro del sitio del que partimos, sino que estamos aún más atrás que aquellos que se quedaron.
         El pedante por defecto es fastidioso y pesado, más murciano que nadie, más de la huerta que nadie, más de todos los tópicos que nadie; suele hablar alto y basto para que quede clara su procedencia rústica y a veces echa mano de uno de esos términos panochos que deberíamos ir olvidando, porque ni la ciencia ni la cultura de élite, ni la política ni el arte han reconocido dicha lengua todavía y hasta es posible que no lo hagan nunca.
         Uno debe ser lo que es en cada tramo de su vida y apechugar con ello y saber llevarlo adelante, y para esto no necesita olvidar sus orígenes en absoluto, sino muy al contrario, puede reivindicarlos con sencillez y discreción, porque, al cabo, nadie es mejor por haber nacido en un pueblo o en otro, por usar una u otra lengua o por haber estudiado determinadas materias o no.
         El pedante por defecto es un falso  paleto que, en el fondo, se está riendo de nosotros cuando interpreta su papel, es un tramposo que juega con las cartas marcadas y que se sabe impune, porque está por encima, en el otro lado y es diferente. En cambio, no posee el valor justo para defender su trinchera o para tendernos una mano franca sin máscaras o enjuagues. Ya he dicho que uno es lo que es y lo que toca es afrontar lo bueno o lo malo, lo que nos haya caído en suerte.
         Yo fui pastor o, mejor dicho, ocasional ayudante de pastor, ocasional jornalero y peón eventual, porque para ser todo esto que he enumerado y hacerlo bien, hay que saber bastante y tener muchas ganas. Envidiaba entonces, y todavía lo sigo haciendo, a los hombres y a las mujeres que no se arredraban ante las fatigas del tajo y los rigores de las faenas esforzadas. Pero yo quise ser siempre otra cosa y empujé en esa dirección hasta casi lograr mi anhelo, pues en ello estoy aún.
         A estas alturas de la película ningún pedante de medio pelo, ni por exceso ni por defecto, me va a enmendar la plana, que ya tengo cincuenta tacos y estoy de vuelta de algunas cosas.



                                      

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