domingo, 6 de marzo de 2011

VOTOS Y MALDICIONES



Las madres, algunas madres, salvo la mía, por supuesto, salían a la puerta de sus casas y voceaban maldiciones terribles contra sus hijos con la misma inocencia con la que se echa un piropo o se hace un mimo. El barrio del Castillo era un lugar bronco, habituado a los sacrificios de toda clase, poblado de trabajadores y amas de casa, que trabajaban también, cuyos hijos solían acabar la escuela muy pronto para ayudar a la economía precaria de la casa. Esto ya lo he contado en otras ocasiones y constituye una pincelada sociológica tan verdadera como parcial, porque habría que proveer al lector de otros mil detalles hasta formar la imagen auténtica y absoluta de aquel territorio mágico de mi infancia.
            De cualquier forma, era corriente escuchar de forma intempestiva el grito brutal de una mujer desgañitándose al principio de la calle Castellar o de la calle Curato para llamar a su retoño, con todo lujo de improperios, juramentos y demás sapos y culebras.
            En las faenas de la huerta y del pastoreo, en las duras tareas del monte, en el ámbito de los arrieros, jornaleros, albañiles y otras profesiones de sangre, sudor y lágrimas  eran habituales las blasfemias y las imprecaciones en voz alta para que el ganado o las caballerías obedecieran las órdenes del amo o a modo de escape de la adrenalina, que provocaban las largas horas en el tajo, el frío, los accidentes imprevistos y el dolor.
            Mientras las mujeres empleaban su peor lenguaje en la crianza y cuidado de los hijos con esa autoridad soberana de quien se reconoce impune, porque habían dado su vida por ellos y seguirían haciéndolo el resto de sus días, los hombres se enfrentaban al más poderoso, acaso por su costumbre de mirar en dirección al cielo, de donde procedían lo bueno y lo malo, el agua salvadora y el pedrisco maldito y la sequía feroz. Los hombres usaban en vano el nombre de Dios e incluso en el peor de los sentidos, en el más escatológico, sin que hubiera en este escandaloso uso, en apariencia, apenas malas intenciones.
            Es verdad que en otros siglos la Santa Inquisición habría tenido argumentos sobrados para celebrar con ellos un auto de fe y quemarlos en las plazas públicas, pero, por fortuna, el pésimo sentido del humor de aquella institución criminal y felizmente lejana no imponía sus criterios integristas en mi barrio, en esos años a los que me refiero de continuo.
Renegar a todas horas, usar tacos y palabrotas abundantes era, valga la paradoja religiosa, el pan nuestro de cada día, y los muchachos oíamos ese idioma de los hombres y las mujeres y aprendíamos a utilizarlo conforme nos íbamos haciendo hombres y mujeres, pero entonces la existencia era áspera, singulares las formas de la educación, terribles incluso los juegos de la calle y la convivencia en las casas, atroces las maneras y el sentido de la política y oscura y sórdida la existencia en general, la cultura y el mundo de las ideas. 
Quizás por esto, las malas palabras no disonaban tanto ni alteraban nuestro equilibrio emocional. Formaban parte de nuestro vocabulario callejero, nos identificaban incluso, porque cada cual poseía las suyas, pero, sobre todo, constituían un estilo agresivo, de una virilidad seguramente zafia, aunque las mujeres no escondían el bulto, al menos en aquellas calles altas, en las que era frecuente oír las voces  destempladas de una madre llamando a sus hijos a esas horas en que el anochecer campaba ya a sus anchas por el cielo, mientras los hombres subían montados en las burras o en los mulos de la huerta, entre los haces de panizo o los sacos de hojas para el ganado o las ramas de olivera o la hierba recién segada y olorosa a savia y a humedad.
Desde Las Torres los muchachos escuchábamos con nitidez los votos altisonantes, poderosos y desgarradores de aquellos héroes del trabajo, cuya jornada había sido siempre de sol a sol, para que los animales ascendieran con buen ánimo y ligereza las cuestas interminables del cementerio, de Las Pocicas y del Relojero hasta alcanzar las inmediaciones del Castillo, donde estaban las casas y los corrales, el refugio y la cena caliente, la chimenea encendida y la familia.
La ternura de la noche, acabadas las penosas labores del día, los cuidados innumerables de la madre que velaba por todos y del padre que sacaba adelante la familia con esfuerzo, era un asunto privado de los adultos, que,  a buen seguro, esgrimirían sus mejores palabras para ese rito entrañable de la oscuridad, en el que ni los votos ni las maldiciones tendrían ya sentido alguno.



                                               

No hay comentarios:

Publicar un comentario