domingo, 13 de marzo de 2011

TRABAJOS MANUALES



Reconozco que desde la escuela no mostré afición alguna al mundo de las manualidades, tal vez porque ningún maestro tuvo la paciencia y el gusto de iniciarme en los secretos de la materia y de los instrumentos para transformarla o porque mi torpeza congénita no me lo permitió. Las tijeras, las cartulinas, el compás y el pegamento no fueron nunca de mi agrado y los murales constituyeron, al fin, auténticas pesadillas, aunque por aquel tiempo tampoco es que hiciéramos muchos. Para el Día del Padre o para Navidad nos obligaban a pintar unas postales rudimentarias con un cordel que permitía colgarlas de una púa en la cocina de mi casa. Luego, la vida me ha forzado a colocar cortinas, poner lámparas e intentar una solución al goteo interminable de la cisterna.
            Admiro, por tanto, a esos hombres que con un destornillador en una mano y una taladradora en la otra no sólo son felices en su diminuto ámbito personal y por espacio de unos minutos, sino que son capaces de contentar a otras personas, a las que siempre les están haciendo pequeñas chapuzas, porque, a pesar de mi animadversión por el rudimentario y elemental mundo del bricolaje, siempre he tenido a mi lado a un buen amigo que me ha resuelto algunos marrones domésticos con su caja de herramientas, su habilidad y su mejor disposición de ánimo.
            Nunca he sido un manitas  y con el paso de los años he terminado aborreciendo la parsimonia, el tacto, la lentitud ceremoniosa, la fijeza y la destreza que requieren estas acciones para construir, reparar, arreglar o montar cualquier cachivache. Mi suegro Sebastián era un hombre así. Disponía de un sinfín de herramientas y de una serenidad a prueba de bombas y, aunque no era un hombre con escuela, porque su vida había sido un largo camino de penurias y afanes por sobrevivir, entendía de motores, de instalaciones eléctricas, de tuberías, y lo mismo enlosaba el suelo de una habitación o pintaba las paredes que labraba los campos con un motocultor, que él mismo revisaba y ponía a punto. Si apretaba los tornillos de las ruedas de mi coche, por poner un ejemplo,   cuando lo llevaba al mecánico resultaba casi imposible desatornillarlos y sacar las ruedas. Lo habrás  hecho con una máquina, me decía exhausto. En realidad, la máquina era mi suegro.
            Cuando le compramos la primera bicicleta a mi hijo, mi mujer y yo tuvimos que leer de un modo  concienzudo el manual de instrucciones y los pasos que debíamos seguir para transformar aquel batiburrillo de piezas, tuercas, ruedas, manillares y sillines en algo útil y con forma. Ahora ciertos juguetes, e incluso bastantes muebles, se compran así, para construirlos de nuevo, no sólo porque sean más baratos, sino porque los vendedores aprovechan el afán artesano de ciertos hombres, cuya razón de ser, a veces la única, radica en la eficacia de sus dedos, en una inteligencia mecánica y en un espíritu eminentemente práctico.
            Digo hombres, porque como el veterano, el bricolaje ha pertenecido de manera tradicional al ámbito masculino y a ellos, a nosotros, han estado dirigidos todos los utensilios que la publicidad ha venido ofertando, los diversos programas de televisión especializados en el tema  y la responsabilidad, en suma, de cuanto desperfecto sea necesario componer o solventar en la casa o fuera de ella. Los mecánicos, los electricistas, los albañiles, los pintores y los fontaneros han presentado desde antiguo la imagen de un hombre que reformaba, ajustaba y resolvía todo lo que hubiera que remendar o sanear.
            Y, sin embargo, yo estoy convencido de que son, han sido siempre, las manos y la pulcritud de una mujer, su sentido común y su perseverancia, las que en el fondo, como ha pasado en tantos ámbitos de la vida, han terminado resolviendo muchos de estos desaguisados. Por eso, yo reivindico el bricolaje como un asunto femenino, ahora que ni siquiera es preciso hacer fuerza para apretar un tornillo y que todo consiste en una mera cuestión de maña, dedicación y ganas de hacer las cosas bien.
            De un hombre con una taladradora en una mano y un martillo en la otra, créanme, es preferible huir y ponerse a salvo. Por si las moscas.
           
             


                                              

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