martes, 17 de abril de 2012

IDEAS


Hubo una época en Moratalla en que estaba prohibido y resultaba muy peligroso tener ideas, así de un modo general y casi abstracto, tanto como para ir a la cárcel o, incluso, perder la vida por ello. Mis abuelos me contaban historias de la posguerra y aludían, siempre en voz baja y con ademanes misteriosos, a estos individuos que habían caído en desgracia por un motivo insólito, al menos para mí, que me preguntaba a qué extraordinarias ideas podían referirse para que tuviesen el poder de acarrear semejantes consecuencias.
            Al amor de la lumbre reflexionaba acerca de lo que esos hombres, sujetos especiales sin duda, hombres aguerridos e inteligentes, eran capaces de guardar en sus respectivos caletres, que, a la vez, tuviera tanta fuerza como para arruinarles la existencia en un momento dado. Se trataría, tal vez, de fórmulas mágicas o de consignas enigmáticas que nadie debía conocer por su carácter deletéreo. Se convertían, de repente, para el muchacho anónimo, nacido y criado en el Castillo, en héroes de leyenda, provistos de los arrestos necesarios para enfrentarse al miedo y a la muerte que el poder usaba como amenaza contra ellos.
            Tener ideas  constituía un estigma y una maldición, porque afectaba, en parte, a toda la familia. Fueron muchos años de represión y de tiranía como para no confundir a los buenos con los malos, aquellos dos bandos que se enfrentaron en una guerra atroz, aunque solo uno continuó ejerciendo de verdugo durante demasiado tiempo. Hasta el punto de que se consolidara un precipitado extraño, caótico, en ocasiones, y no demasiado puro que tanto nos ha afectado en estas últimas décadas de democracia.
            Pensar por sí mismo, tener una opinión sobre el destino del país, la realidad del trabajo y de las gentes o la honradez y la eficacia de los gobernantes era anatema y tabú en aquella época, en la que también la religión tuvo su buena parte de culpa en el estricto régimen de silencio y de clausura en el que vivieron nuestros mayores. Resultaba impepinable que todo aquel que pensaba por su cuenta, pensaba contra el único dios verdadero y su caudillo en la tierra; por lo tanto, la reflexión y sus alrededores devenían delito de una forma casi inmediata. De ahí que los que escribían fueran  sospechosos, en cualquier caso, de indagar en universos vedados y, a la vez, de exhibir de una manera soberbia una inteligencia y un afán de conocimiento que no resultaban adecuados en aquella España de pasodobles, misas diarias y monocordes soflamas políticas. El ámbito de lo incierto, lo equívoco y lo ambiguo había sido desterrado junto con los últimos ciudadanos que salieron por la frontera de Francia, entre los que iba, enfermo y vencido, uno de los mejores poetas españoles.
            También Machado tenía sus ideas, que había defendido con la más noble de las armas: la palabra, pero el advenimiento del final de la contienda lo convirtió en un candidato más para el exilio, la condena y el olvido.  Tal vez por esto, pocos días después de salir de España murió junto a su madre en territorio galo, llevándose con él  todas sus convicciones nocivas, arriesgadas y, quizás también, valerosas. Con ellas no habría podido sobrevivir en un espacio esquilmado por la destrucción y el odio, en aquel paisaje después de la batalla en el que se convirtió España durante la década de los cuarenta.
            Con el paso de los años y la paulatina salida de la infancia, di en pensar que durante mucho tiempo Moratalla, como cualquier otro pueblo o ciudad, había permanecido sumida en una oscuridad densa y casi impenetrable, en la que solo se vislumbraban reflejos atroces de violencia y de muerte, y en la que abundaba el miedo como única bandera humana.
            En esa perversa encrucijada, no solo hablar, también pensar distinto a lo establecido, era un lujo que nadie podía permitirse. Nuestros padres y nuestros abuelos nos chistaban de continuo, cuando usábamos sin querer determinadas palabras o hacíamos alusión a algún personaje políticamente sombrío. La gente miraba a un lado y a otro cada vez que refería algún extremo de aquellas fechas execrables.
            Era preferible no saber nada, no ver nada, no preguntar nada, porque solo el ignorante alcanzaría la salvación. Las ideas eran propias de proscritos y maleantes, por mucho que en mi barrio los muchachos admiráramos a los viejos combatientes por la justicia y jugáramos desde muy pronto a la clandestinidad, atraídos solo por el aroma romántico y aventurero que exhalaban aquellos individuos desconocidos, perdidos en la sierra o asesinados en cualquier camino solitario. Las calles del Castillo albergaban su propia ideología, tan cercana a la pobreza y a la marginación. Éramos hombres y mujeres de ideas de un modo inconsciente y obstinado, y, sin admitirlo del todo, nos sentíamos fuera de la ley, como los forajidos de las mejores películas del Oeste, que los muchachos veíamos en la casa del Belenes o en la tienda de la María del Ginés antes de que nuestros padres compraran el primer televisor.



                        

No hay comentarios:

Publicar un comentario