miércoles, 25 de abril de 2012



TETAS Y CULOS



Éramos de una franqueza brutal y llamábamos al pan, pan y al vino, vino. Nos gustaban los alimentos sustanciosos, los chistes gruesos y la música flamenca. Nos gustaban mucho las tetas y los culos de las mujeres, así con todas las letras, con idéntico desparpajo y descaro con que lo proclamábamos entonces, cegados como estábamos por la subida hormonal de una adolescencia impetuosa y ayuna de encuentros carnales. No mirábamos a las muchachas, nos extasiábamos únicamente en la contemplación de sus atributos, y convertíamos aquel juego de la pubertad en una verdadera obsesión. No estábamos enfermos, éramos tan solo demasiado jóvenes, víctimas, en realidad, de nuestra propia naturaleza, como lo vienen siendo todos los hombres desde el principio de los tiempos (véase el caso de Adán en el Génesis, sin ir más lejos) y andábamos por el mundo como carneros desbocados entre un dulce y pacífico rebaño de ovejas. Con el tiempo nos daríamos cuenta de que ni nosotros éramos tan bastos ni ellas tan refinadas.
            Nuestro mundo constaba de muy pocas cosas, materiales casi todas, pero de una pobreza ajustada al pueblo y al barrio donde habíamos nacido. El botín de la mirada nos pertenecía porque resultaba gratuito y generoso, un verdadero regalo de la vida, y nadie podía pedirnos cuentas por él. Todos los sentidos poseían su ganancia y del mismo modo que un pueblo humilde suele disponer de un paisaje abundante y de una historia larga y prolija, nosotros hacíamos alarde de un olfato vasto pero, a la vez, complejo y de una avidez insaciable. Todo nos apetecía con urgencia: el agua fresca de aquellas tinajas evangélicas y los helados en verano, el fuego de la chimenea, en diciembre; la merienda copiosa al salir de la escuela; correr sin medida calle abajo a cualquier hora del día; dormir hasta las dos de la tarde los sábados y los domingos y, años después, la cerveza gélida, mientras nos contábamos historias inverosímiles sentados en un banco de la Plaza de la Iglesia a cualquier hora de la noche durante aquellos agostos eternos y felices: Diego, Joaquín, Pepe, Juan, Elías, Federico, Andrés y algún otro, apostados en una edad descarada y torpe, sin duda, pero en el comienzo casi de la vida misma.
            Las mujeres pasaban frente a nosotros, como pasan las fieras en una visita al zoológico, solemnes, impunes, peligrosas, y nosotros las veíamos moverse a nuestro lado y no perdíamos detalle de los cuerpos que insinuaban vestimentas ligeras o ajustadas, faldas cortas, largos escotes y camisas semitransparentes. Solo unos pocos incurríamos en la delicadeza casi poética de reparar en sus rostros, en la gracia de un cuello elegante o en la seda de una melena oscura, porque nuestros ojos, rapaces y certeros, no procesaban sutilezas o majaderías de este jaez, sino que iban al grano y calibraban volúmenes, calculaban pesos, evaluaban medidas y otras vulgaridades. Éramos hijos de un vino espeso y sin aroma y en la huerta nuestros padres no sembraban flores, sino hortalizas, y nuestras madres ponían cada jornada el puchero en la mesa, y comíamos todos con una sensación de triunfo y de alegría.
            No salíamos al campo a pasear o a tomar el sol, sino a recoger la oliva, a pastorear el ganado o a ganar un jornal. Para muchos, los libros y los discos y los cuadros y el arte y la cultura en general, eran fruslerías insustanciales, que nada tenían que ver con la existencia real, la de todos los días, la que nos permitía seguir adelante.
            En misa el sacerdote oficiaba su ceremonia, pero las mujeres iban para cumplir con un precepto heredado de sus madres, y los hombres apenas acudían  a los entierros y a otros compromisos sociales, mientras que la escuela debía adiestrarnos en las cuatro reglas, en la lectura y en la escritura para salir lo antes posible y echar una mano en la casa, que tanta falta hacía. Mi caso fue distinto, por fortuna, porque mi padre y mi madre nunca renunciaron al proyecto de que sus hijos estudiaran una carrera y se labraran  un provenir seguro
            Todo esto viene a cuento de que por aquellos días nuestra sensibilidad estaba embotada o no era selecta ni distinguida que digamos y que observábamos a las mujeres como pequeños depredadores, de un modo indiscriminado, como si solo fuésemos capaces de ponderar tamaños y atisbar pliegues y descubrir protuberancias. Soy consciente de que no recibimos una educación sexual adecuada, o mejor, de que no recibimos ninguna educación sexual.
            En cambio, hoy que nos hallamos al cabo de todos los misterios de la libido, me doy cuenta de que las mujeres siguen perteneciendo a categorías numéricas, según les entre una treinta y seis, una treinta y ocho o una vergonzante cuarenta en el hemisferio sur, mientras que arriba no deben sobrepasar, bajo ningún concepto, una noventa y cinco. Tetas y culos siguen imponiendo su tiranía carnal en estos años luminosos del progreso y el conocimiento, a los que se le ha añadido las dimensiones de la cintura, creando así un algoritmo repetido y muy deseado: ese noventa, sesenta, noventa de los sueños femeninos.
            Considerando esta acumulación de servidumbres corporales, tampoco éramos tan bárbaros entonces.

                                   

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