martes, 1 de mayo de 2012


POBRES PERO HONRADOS



Ahora que la corrupción, los desmanes políticos y financieros y la escandalosa ética de la riqueza y del poder campan a sus anchas, me acuerdo de aquella máxima humilde de mi infancia que escuchaba repetir a mis mayores y a mis vecinos, como emanada del mensaje evangélico, porque algo de sagrado ha tenido siempre la pobreza y mucho, desde luego, la honorabilidad.
            Como no había otra cosa, al menos tirábamos de vergüenza y pundonor, que han sido siempre prendas de muy poco coste y de mucha enjundia. Ahí es nada, presumir de modestia y de decencia, de desvalimiento y de rectitud moral a la vez, como si la una fuera bien con la otra y ambas se necesitasen para cerrar un círculo perfecto   de respetabilidad y decoro. Durante muchos años éste fue nuestro principio y en él creyeron nuestros mayores y, por eso, nos educaron en ese modelo inapelable. No importaban las riquezas, los progresos económicos, los fastos o las haciendas, pues por encima de todo ello estaban el espíritu y sus virtudes y nadie podría contradecir la buena suerte de los más necesitados, que tenían el poder de echar en cara a los otros su decencia y su buen nombre.
            En cambio, los ricos gozaban de mala fama. Luego me he dado cuenta de que tal vez fueran ellos mismos, en un afán por compensar su buena suerte y calmar la animosidad de los otros, los que habían creado su propia leyenda. Desde la misma Biblia venían arrastrando su condena, pues ya se dice en el libro de los libros que es más difícil que un rico entre en el reino de los cielos que pase un camello por el ojo de una aguja. Claro que a lo mejor, si nos dieran a elegir, preferíamos no entrar en el reino de los cielos, con tal de disfrutar del paraíso en la tierra, quién sabe.
            Nosotros erguíamos la espalda adustos y orgullosos en mitad del tajo y creíamos en nuestra inocencia de seres desvalidos, a los que, en compensación, se les había regalado el tesoro de una dignidad sin mácula. Pareciera como si los pobres, por el mero hecho de serlo, fuesen, asimismo, honrados, mientras que los ricos no hubieran tenido la suerte de alcanzar ese estado de gracia.
            Hace un par de décadas vivimos la euforia, tan falsa siempre y tan tramposa, de una efervescencia económica sin parangón alguno en la historia de este país; dimos en comprar y en vender casas como si fuesen vulgares tomates, en pedir dinero fiado a los bancos a un alto interés y, más tarde, ya adquirido el mal hábito, extendíamos la mano en las ventanillas por cualquier minucia y se nos llenaban de billetes de una forma prodigiosa: un cumpleaños, un bautizo o un viaje en vacaciones. Lástima, porque, como suele ocurrir, el sueño no duró mucho. Todo era, como es habitual con demasiada frecuencia, solo un espejismo.
            Por unos años, nos preocupó menos la honradez personal que la solvencia económica; abominamos de los principios o, por lo menos, no escuchamos la voz de nuestras conciencias, porque era el tiempo de las vacas gordas y se nos había disparado nuestro instinto de depredadores. Pasamos de prudentes hormigas a cigarras despilfarradoras en muy pocos años y experimentamos la borrachera y el éxtasis de la abundancia y del éxito.
            Pero justo en el momento en que mejor nos iba, va y se jode el invento. La ilusión de una riqueza inmoral, pero efectiva; el anhelo de una opulencia sospechosa e impúdica, pero tan real como la vida misma se nos han esfumado delante de nuestras narices y con ellos se nos va un magnífico estado del bienestar, se nos cae el recipiente de la leche en mitad del camino y ya ni siquiera nos atrevemos a poner los televisores a la hora del telediario, porque nos da grima y miedo y una profunda tristeza el universo mundo.
            Y lo peor de todo es que ni siquiera nos queda el consuelo de ser honrados, no porque hayamos dejado de serlo, en efecto, de alguna manera (unos más que otros, desde luego), sino porque nos importa un pimiento el espíritu y sus alrededores, las virtudes humanistas y otras zarandajas de este jaez. Nos hemos quedado con la miel en los labios, compuestos y sin novia, a un milímetro casi del sueño americano, cargados de hipotecas y algún inmueble en venta, con los hijos camino de la universidad y los abuelos en la última recta del camino y con demasiados achaques.
            Ya no cumpliremos los cincuenta ni seremos ricos nunca, y a quién le interesa ser honrado a estas alturas del siglo y con la que está cayendo.
           

                                            

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