miércoles, 30 de mayo de 2012

PUERTAS ABIERTAS



No creo en el paraíso de la infancia ni en esa estúpida obsesión según la cual cualquier tiempo pasado fue mejor. Antes al contrario, la infancia llega a ser, en muchos casos, un verdadero infierno, y los mejores años de mi vida están todavía por venir; o, al menos, así quiero pensarlo yo. Luego, la memoria tiene sus propias mañas y se vale de las palabras para enaltecer, endulzar y mitificar un tiempo tan común como cualquier otro. También es cierto que no todos tuvieron la misma cuna ni compartieron el sabor acre de una niñez con más sombras que luces. Cada cual apechuga con la suya, a pesar de que ninguno es responsable de unos años que no elegimos vivir.
         Entonces las cosas en el barrio eran diferentes. Los muchachos entrábamos y salíamos de las casas donde había televisión con una libertad inusual, y los hombres y las mujeres no necesitaban tarjeta de visita ni cita previa para presentarse en el domicilio del vecino a cualquier hora del día con cualquier excusa o con ninguna.
         La vieja y honorable  hospitalidad campesina permitía y auspiciaba incluso estas libertades que hoy nos producirían horror. Aunque mi madre nos educó para no molestar en las casas ajenas y, menos aún, en los espacios de la comida, no resultaba raro que entrara a mediodía un vecino cualquiera, mientras la familia daba cuenta de una olla pantagruélica  o de un arroz con conejo; por supuesto, que al intruso se le instaba para que cogiese una cuchara y nos acompañase en la mesa, sin darle opción a que rechazase nuestro ofrecimiento, y despreciase, por ende, las humildes vituallas que estábamos dispuestos a compartir.
         El vecino o la vecina no aceptaban casi nunca la invitación, pero tampoco se iban del todo; de manera que durante unos minutos, que podían parecernos infinitos, se creaba una situación incómoda, en la que nosotros no terminábamos de relajarnos y el visitante no acababa de irse.
         Tampoco resultaba tan extraño que se acomodara a un lado de la cocina, mientras nosotros proseguíamos con la comida y se entablara una conversación particular, apenas forzada, entre el vecino y la familia, metida de lleno en la saludable operación de dar cuenta de los alimentos que la madre había cocinado. O bien, se le servía un vaso de vino y se le preparaba un bocado para que no desentonara del todo con el ajetreo general.
         Había menos privacidad que hoy, en efecto, en aquellas calles que las mujeres barrían de un modo comunal y que los hombres habían encementado con el sudor de su frente y los materiales del Ayuntamiento, las que usábamos como terreno de mil juegos, campo de batalla y trinchera cotidiana; las calles por las que pasaban ovejas, cabras y burras cada día de camino a la huerta o al monte, las que ocupaban en verano y por la noche hombres y mujeres para matar con mimo y mucha labia las largas horas hasta el instante de  irse a la cama, las que, por fin, inundaban las sombras y terminaban poblándose de los fantasmas fabulosos de nuestra imaginación de muchachos pobres y avispados.
         Sería injusto e hipócrita olvidar las muchas rencillas, las peleas callejeras de mujeres deslenguadas y de hombres broncos, de muchachos malcriados y hasta un punto crueles, de ancianos miserables y blasfemos, porque aquel espacio, del que vengo escribiendo hace años, no era un territorio idílico ni mucho menos. Era tan solo nuestro barrio, una suerte de pequeño imperio donde mandábamos nosotros y donde, en parte, nos sentíamos seguros e inexpugnables.
         Pero no puedo olvidar aquellas noches de septiembre, después de un día tórrido e interminable en el secano recogiendo las almendras, cuando se reunían en el portal de mi casa, de un modo inesperado y altruista, la María, la Juana, el Miguel, la Paca, la Josefa y algunos otros para ayudarnos a escascarotar las almendras que habíamos traído con la burra ese día sin otra recompensa que la amistad, la conversación y un puñado de esos mismos frutos secos que mi madre solía regalarles al fin de la temporada.
         No voy a empeñarme en idealizar a ultranza una época y un barrio, aunque se trate de mi barrio y de mis primeros años, porque seguramente la nostalgia suavizaría en exceso la verdad más dura, pero no acabaré este artículo sin detenerme un segundo en aquel tiempo de calles compartidas y puertas abiertas, en el que apenas poseíamos mucho, salvo el futuro en su totalidad y la esperanza de que todo debía ser mejor de allí en adelante.
         De esto último no cabía la menor duda.


                                              

No hay comentarios:

Publicar un comentario