martes, 24 de julio de 2012


NO VALES UN DURO


Cambiamos la peseta por el euro y, entre otras muchas pejigueras, nos quedamos huérfanos de un modo de entender la vida, al menos en  España, con esa herencia mediocre en lo económico que representaba el diminutivo de la palabra que nombraba nuestra moneda. Ni siquiera merecía la altura léxica de peso y nos conformábamos con su minusvalía.
         De niño al que no alcanzaba un determinado nivel, no tenía un poder cualquiera o carecía de los encantos que poseían otros, le decíamos aquello de no vales un duro. Recordemos que un duro equivalía a cinco pesetas y que cada peseta eran cuatro reales; de manera que en ocasiones, cuando queríamos ser más agresivos y sangrantes cambiábamos el dicho por este otro equivalente: no vales un real.  Yo me crié aún con aquellas simpáticas monedas de dos reales, que mostraban un agujero en su centro y que algunos coleccionaban para confeccionarse un cinturón de difícil calificativo.
         El que tenía cinco duros en el bolsillo podía darse con un canto en los dientes, porque era alguien, aunque hoy se nos hayan quedado en unos miserables treinta céntimos. Salir a la calle con mil pesetas constituía una arrogancia y veinte duros, en monedas o en un billete, nos salvaban en un momento dado de un aprieto.
         Las mujeres miraban la peseta, que era como decir que se cuidaban de no malgastar los exiguos caudales que entraban en la casa gracias al trabajo de todos. Dependiendo de la edad, ellos y ellas contaban en pesetas, en duros o en reales y el efecto era distinto. Mi padre refería que un borrego en su época podía valer ocho o diez mil reales, pero nuestra primera televisión costó cinco mil duros.
         Un millón de pesetas representaba una cifra respetable que nadie poseía en el barrio y yo recuerdo los años en que un sueldo de mil pesetas al día era un sueño al alcance de muy pocos. Mi abuelo refería a menudo que los hombres ganaban en un día de siega ocho pesetas, es decir, treinta y dos reales, mientras que un kilo de pan costaba el doble. Y no solo de pan vive el hombre, desde luego.
         Tener dinero en aquel tiempo y tenerlo hoy son conceptos diferentes, sin duda. La cartera nos ha menguado en nuestros bolsillos. Al día siguiente de que se instaurara el euro, un café en el bar de siempre ya valía el doble y las tiendas a todo cien ya eran a todo un euro. La moneda, incluso, resulta semejante en la forma y es una trampa, porque  su valor ha bajado un cincuenta por ciento, mientras que su uso no parece haber cambiado. Con la misma liberalidad damos una limosna o una propina, pero en el trueque hemos perdido un buen pedazo y lo que antes era un tanto, ahora es un tanto y medio. Los ceros de la cuenta bancaria ya no impresionan a nadie y el que se envanece de haber ganado un millón de euros no consigue impresionarnos, porque antes hemos de hacer la cuenta y olvidarnos de los vetustos millones, que en estos días son tan solo unos miles de euros.
         Reconozcamos que no nos hemos acostumbrado aún y que cualquiera de nosotros votaría por regresar a la vieja y entrañable divisa de nuestra infancia, la que nos daba nuestra abuela para comprarnos un par de polos de limón en la tienda de la María del Ginés o una bolsa de pipas saladas y reconfortantes. Andamos enredados todavía en la matemática del cambio, como si de repente nos encontráramos en un país extraño. Algunos, los más avispados, han caído en la cuenta de que el nuevo sistema es sexagesimal; esto es, que va de seis en seis o sus múltiplos; de modo que seis euros son mil de las antiguas pesetas, sesenta céntimos equivalen a los añosos veinte duros y seis mil al decrépito y apreciado millón de nuestros primeros años.
         Lo peor de todo es que una cantidad así, tan redonda y tan espléndida, la vamos a tener muy pocos de ahora en adelante.

                    

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