domingo, 22 de julio de 2012


ÚLTIMAS NOCHES DE VERANO



Al borde de una adolescencia imperiosa y, a menudo, desordenada, y en la frontera de esa juventud primeriza que todavía no ha logrado despegarse de algunos ritos infantiles, un grupo de amigos asentábamos nuestros reales en las extensas y cálidas noches del verano moratallero en las inmediaciones de la Plaza de la Iglesia, pertrechados de unas mazas de cerveza, que Juan, el Carrasco, compraba en el estanco de la Ascensión, y que nos bebíamos a morro, compartiendo la ventura de estar vivos y la fortuna de una amistad casi inquebrantable, mientras fumábamos a placer, contábamos chistes gruesos y departíamos sobre cualquier asunto banal a voz en grito. Era, lo reconozco, un entretenimiento barato y, en absoluto, perjudicial para nadie, pues unos tragos de cerveza fresca en plena canícula no podían hacernos daño, siempre que no pasáramos a mayores.
            Diego, Joaquín, Juan y Pepe Carrasco, Elías, Federico, Andrés, Juanfer, Esteban, Soria y un servidor constituíamos la nómina habitual que, de una forma azarosa y, sin embargo, metódica, acudíamos cada noche, empujados por ese tedio espeso de la holganza y del calor, a la plaza donde ocupábamos un par de bancos bajo una extraordinaria y bellísima cúpula estrellada, y nos entregábamos a la ceremonia diaria de recabar dinero para la cerveza, encender los primeros cigarrillos y proponer un tema cualquiera de conversación. Existía, desde luego, una escala de preferencias, casi invariable, que iba encabezada por las muchachas y el sexo, pero que se extendía al apasionante ámbito del fútbol y otros deportes; en ocasiones, a la política, a algún suceso de alcance nacional, a los rumores del pueblo, a los programas televisivos, otra vez al sexo.
            Era una manera plácida de consumir las largas noches de julio y agosto en unos años en que casi nadie en el pueblo se iba de vacaciones, emprendía un viaje u ocupaba sus horas de ocio en otra cosa distinta que no fuera el trabajo, la inactividad y el aburrimiento. Los veranos eran largos y monótonos, entonces, y yo aguardaba la llegada de septiembre como se aguarda una novedad que modifique la sucesión de las horas vacías y los días iguales.
            Aquellas veladas en la Plaza de la Iglesia fueron la antesala de un tiempo de obligatorios cambios e inevitables iniciativas que nos llevarían a esta madurez consciente y más serena, desde la que recuerdo con nostalgia el final de un verano cualquiera, junto a mis amigos de siempre, riendo con esa franqueza brutal que nos insuflan las recién estrenadas hormonas, un poco extraviados en nuestras propias dudas, perplejos cada jornada ante el espectáculo nuevo y fascinante de la vida, hoscos, a veces, y reconcentrados, desabridos y vehementes, pero con la actitud generosa y espontánea que solo la inocencia concede a los que conservan un fondo de ingenuidad intocable.
            Ya éramos hombres y, en cambio, todavía no se nos permitía ejercer de tales. Nos hallábamos en un territorio mestizo, en un espacio cimarrón, donde la incertidumbre y la inseguridad apenas nos daban tregua. Pisábamos un camino de nadie, cuyo término ignorábamos todos. Ahora, desde este lado de los años, todo se ve más claro y, quizás, alguno hubiese tomado otro derrotero de haber advertido el final, pero las cosas ya han sucedido y no hay vuelta de hoja. Cada uno apechuga con sus aciertos y con sus errores y sigue adelante sin resentimientos.
            Sentados en cualquier banco de la Plaza de la Iglesia, rodeados de paisaje y de cielo, en lo alto del pueblo donde habíamos nacido, el único pueblo que conocíamos, el pueblo que amábamos, porque en él estaban nuestras raíces y nuestras señas de identidad, nuestra familia y nuestras calles, íbamos pasándonos la cerveza con un gesto de camaradería cordial, mientras dejábamos pasar el tiempo, mirábamos a las muchachas, sonreíamos por nada y dejábamos invadirnos por el espíritu plácido, pero inquietante de la madrugada próxima.
            Septiembre se hallaba a la vuelta de la esquina, y con él,  una existencia inédita, llena de proyectos, que habrían de cambiarnos de un modo casi definitivo, para bien o para mal, según los casos.
            Yo no puedo quejarme a estas alturas, pero perdimos a dos amigos en el camino, y nunca más hemos vuelto a reunirnos todos en aquellos bancos incómodos de la Plaza de la Iglesia, mientras combatíamos el sofoco de las últimas noches de agosto con unas cervezas frías y el gesto perezoso e indiferente de unos muchachos que no tenían demasiada prisa en hacerse hombres.



                        

No hay comentarios:

Publicar un comentario