ÚLTIMAS NOCHES DE VERANO
Al borde de una adolescencia
imperiosa y, a menudo, desordenada, y en la frontera de esa juventud primeriza
que todavía no ha logrado despegarse de algunos ritos infantiles, un grupo de
amigos asentábamos nuestros reales en las extensas y cálidas noches del verano
moratallero en las inmediaciones de la
Plaza de la Iglesia ,
pertrechados de unas mazas de
cerveza, que Juan, el Carrasco, compraba en el estanco de la Ascensión , y que nos bebíamos a
morro, compartiendo la ventura de estar vivos y la fortuna de una amistad casi
inquebrantable, mientras fumábamos a placer, contábamos chistes gruesos y
departíamos sobre cualquier asunto banal a voz en grito. Era, lo reconozco, un
entretenimiento barato y, en absoluto, perjudicial para nadie, pues unos tragos
de cerveza fresca en plena canícula no podían hacernos daño, siempre que no
pasáramos a mayores.
Diego,
Joaquín, Juan y Pepe Carrasco, Elías, Federico, Andrés, Juanfer, Esteban, Soria
y un servidor constituíamos la nómina habitual que, de una forma azarosa y, sin
embargo, metódica, acudíamos cada noche, empujados por ese tedio espeso de la
holganza y del calor, a la plaza donde ocupábamos un par de bancos bajo una
extraordinaria y bellísima cúpula estrellada, y nos entregábamos a la ceremonia
diaria de recabar dinero para la cerveza, encender los primeros cigarrillos y
proponer un tema cualquiera de conversación. Existía, desde luego, una escala
de preferencias, casi invariable, que iba encabezada por las muchachas y el
sexo, pero que se extendía al apasionante ámbito del fútbol y otros deportes;
en ocasiones, a la política, a algún suceso de alcance nacional, a los rumores
del pueblo, a los programas televisivos, otra vez al sexo.
Era
una manera plácida de consumir las largas noches de julio y agosto en unos años
en que casi nadie en el pueblo se iba de vacaciones, emprendía un viaje u
ocupaba sus horas de ocio en otra cosa distinta que no fuera el trabajo, la
inactividad y el aburrimiento. Los veranos eran largos y monótonos, entonces, y
yo aguardaba la llegada de septiembre como se aguarda una novedad que modifique
la sucesión de las horas vacías y los días iguales.
Aquellas
veladas en la Plaza de la Iglesia fueron la antesala de un
tiempo de obligatorios cambios e inevitables iniciativas que nos llevarían a
esta madurez consciente y más serena, desde la que recuerdo con nostalgia el
final de un verano cualquiera, junto a mis amigos de siempre, riendo con esa
franqueza brutal que nos insuflan las recién estrenadas hormonas, un poco extraviados
en nuestras propias dudas, perplejos cada jornada ante el espectáculo nuevo y
fascinante de la vida, hoscos, a veces, y reconcentrados, desabridos y
vehementes, pero con la actitud generosa y espontánea que solo la inocencia
concede a los que conservan un fondo de ingenuidad intocable.
Ya
éramos hombres y, en cambio, todavía no se nos permitía ejercer de tales. Nos
hallábamos en un territorio mestizo, en un espacio cimarrón, donde la
incertidumbre y la inseguridad apenas nos daban tregua. Pisábamos un camino de nadie,
cuyo término ignorábamos todos. Ahora, desde este lado de los años, todo se ve
más claro y, quizás, alguno hubiese tomado otro derrotero de haber advertido el
final, pero las cosas ya han sucedido y no hay vuelta de hoja. Cada uno apechuga
con sus aciertos y con sus errores y sigue adelante sin resentimientos.
Sentados
en cualquier banco de la Plaza
de la Iglesia , rodeados
de paisaje y de cielo, en lo alto del pueblo donde habíamos nacido, el único
pueblo que conocíamos, el pueblo que amábamos, porque en él estaban nuestras
raíces y nuestras señas de identidad, nuestra familia y nuestras calles, íbamos
pasándonos la cerveza con un gesto de camaradería cordial, mientras dejábamos
pasar el tiempo, mirábamos a las muchachas, sonreíamos por nada y dejábamos
invadirnos por el espíritu plácido, pero inquietante de la madrugada próxima.
Septiembre
se hallaba a la vuelta de la esquina, y con él,
una existencia inédita, llena de proyectos, que habrían de cambiarnos de
un modo casi definitivo, para bien o para mal, según los casos.
Yo
no puedo quejarme a estas alturas, pero perdimos a dos amigos en el camino, y
nunca más hemos vuelto a reunirnos todos en aquellos bancos incómodos de la Plaza de la Iglesia , mientras combatíamos el
sofoco de las últimas noches de agosto con unas cervezas frías y el gesto
perezoso e indiferente de unos muchachos que no tenían demasiada prisa en
hacerse hombres.
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