martes, 3 de enero de 2012

EL SILENCIO DE LA MEMORIA




Cuando llegué a Murcia a principios de los ochenta para empezar mis estudios  universitarios, me percaté muy pronto del ruido de la ciudad, a pesar de sus discretas dimensiones  y de su condición de urbe provinciana. Paradójicamente, en aquel tiempo no me molestaba el tráfago de mi nuevo territorio. Venía del silencio del pueblo, de la calma excesiva de un espacio rural, que comenzaba a mecanizarse a grandes pasos. Desde las Torres veíamos cada vez menos las recuas de burros y yeguas, que soportaban el peso de la carga hortelana y del hombre que las conducía. Los pequeños rebaños de ovejas y de cabras ponían su nota de color en el camino del cementerio y muchos hombres, mujeres y niños ascendían la pendiente a pie después de haber echado su jornada de trabajo en la huerta.
            Poco a poco se impusieron las motos, de pequeña cilindrada, pero con el carácter suficiente como para trepar por aquellas cuestas empinadas del Castillo con la solvencia de una tecnología que de un modo paulatino iría arrinconando a los animales de carga. A pesar de todo esto, las noches eran serenas y desde el dormitorio de mi casa, en verano, podía escuchar el vuelo y el griterío de los aviones trazando círculos en pos de los mosquitos, que les servían de alimento, los maullidos de los gatos en celo por los tejados, el canto lóbrego de una lechuza o el manso vaivén del viento contra las ventanas. Las noches y los días sonaban naturales y rara vez un acontecimiento estridente rompía el monótono devenir de la costumbre. Algún coche surcaba la Calle Mayor de vez en cuando y el estruendo de la chiquillería a la salida de la escuela emborronaba la paz del otoño por unos minutos.
            La primera noche que dormí en Murcia acababa de hacer mi examen de Selectividad y apenas si pudimos pegar ojo los cuatro amigos, que habíamos realizado el viaje y la prueba juntos. Las calles eran largas y anchas y los coches, los camiones, los autobuses y las motos componían una partitura infatigable y discordante, que terminaba metiéndose en el cerebro como una suerte de mantra enloquecido. Entre los nervios y el ruido, aquella noche la pasamos en blanco, pero una vez fuimos admitidos en la Universidad y nos incorporamos a nuestra nueva vida, algo nos cambió por dentro, un raro mecanismo de adaptación nos transformó. Es verdad que el alboroto de los coches molestaba a todas horas, pero nos habituábamos poco a poco.
            Comencé a admirar las largas avenidas y a tolerar con gusto la música de los motores y el bullicio de la gente y casi no echaba de menos el silencio de Moratalla, seguramente porque había ganado con el cambio o porque todo me parecía nuevo y sugerente. Las luces de las calles por la noche constituían la imagen de una existencia inaugurada y flamante. Tenía libertad, tenía proyectos para el futuro, y a pesar de que no contaba con mucho dinero, estudiar, leer y conversar ocupaban buena parte de mis horas. Y, sobre todo, acababa de cumplir dieciocho años, aunque a esa edad uno nunca es consciente de lo que significa ser joven, salvo para lamentarse por todo lo que dispone y por todo de lo que carece. Ser joven no es un don, por desgracia, más que para los que ya no lo son y a los que, pasados los años, la memoria les permite ese viaje de vuelta, que acontece siempre demasiado tarde.
            Ahora, cada vez más, echo en falta el silencio y como un privilegio lo valoro. No vivo, por fortuna, en un lugar ruidoso, sino a las afueras de la ciudad, en lo que antaño fue un recodo de la huerta murciana. Desde mi cama o desde el sofá de mi comedor suelo ver el vuelo de los gorriones, esos pequeños bribones, que a mi mujer le ensucian la ropa tendida del patio, porque vienen  a comer y a beber agua cada día. Escucho su gorjeo enternecedor, el canto inesperado de un gallo en alguna casa de los alrededores, las campanas de la iglesia de San Félix, a mi hijo jugando en la calle con sus amigos al zompo o a la pelota. En algún momento es mi esposa la que nos llama a todos para comer y entonces me acuerdo de Moratalla, de mi madre y de mi casa, y albergo la impresión, tan verdadera, de que nada ha cambiado, por fortuna, del todo.  
           

                                                           



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