miércoles, 25 de enero de 2012


MADRUGAR


Sé por experiencia propia que Dios no ayuda a quien madruga y que tampoco amanece más temprano por mucho madrugar, ni más tarde, sino a la hora justa. Nunca fui demasiado amigo de los refranes españoles, tan cervantinos, tan sanchescos, tan tramposos. El propio Alonso Quijano se quejaba de la exagerada inclinación de su compañero de fatigas por estos vulgares retazos de sabiduría popular que, las más de las veces, no son otra cosa que simple gramática parda, alarde de pillería y meras argucias para la supervivencia del más necesitado, pero, casi nunca, un auténtico ideal de vida.
         Mi abuelo contaba que, siendo un zagal de apenas nueve años, no precisaba despertarlo su madre cada lunes con las primeras luces del día para marcharse a su faena semanal en el cortijo El Salto como pastor, porque a esa hora ya estaba él en su sitio, rodeado de las ovejas que debía apacentar y presto a llevar a cabo su labor. Fue, desde luego, un trabajador infatigable, querido y respetado siempre, pese a su precaria cualificación profesional, tan corriente en aquella época y sobre todo en él, que era hijo de viuda y se había criado entre escaseces de todo tipo.
         De crío me gustaba quedarme en la cocina junto a los últimos rescoldos de la estufa con mi padre hasta muy tarde viendo aquellas estupendas películas americanas de lo que ya podríamos denominar la edad de oro de la filmografía yanqui. Tal vez por este motivo, cuando mi madre me despertaba para acudir a la escuela tenía la sensación de que todo pertenecía a una horrible pesadilla, a un malentendido del que ella se encargaba de sacarme con dulzura pero con firmeza, mientras me vestía e iba dándome cuenta de las últimas noticias del barrio.
         Mis padres habían adquirido la costumbre intempestiva de levantarse a las seis de la mañana, no porque debieran ir a trabajo alguno en un tiempo en que la verdadera crisis y el paro auténtico campaban a sus anchas en este país diezmado por una dictadura, que empezaba a sufrir los estragos foráneos de la subida desmesura del petróleo, sino porque consideraban que aquella era una hora decente para iniciar la jornada. De modo que, mientras  mi padre se dirigía al secano o daba una vuelta por los mercados de ganado de la comarca, mi madre iba a la fuente del Cañico y traía un par de cántaros y dos pozales llenos de agua, y se aprestaba a preparar la comida y llevar a cabo las faenas de la casa. Tengo la impresión de que toda esta actividad a esas horas propiciatorias en teoría no les aportó mayor riqueza, como no suele hacerlo nunca el trabajo honrado en el campo. Y, sin embargo, hasta hace muy poco continuaban con su empecinado hábito mañanero.
         A mí, en cambio, me gustó trasnochar de siempre, consumir los primeros minutos de la noche y, en ocasiones, los últimos, en cualquier ocupación o entretenimiento que me permitiera alargar el día, retrasar el instante de meterme en la cama, como si huyera de un modo inconsciente de esa muerte dulce del sueño. Así lo hice en mis días de estudiante y en mis momentos de celebración, en mis interminables diálogos nocturnos con amigos y con amigas en torno a un café y a un paquete de tabaco y, acaso, al son de un disco de Pablo Milanés o de Vivaldi, mientras conversábamos acerca de los misterios del mundo y de la existencia y, de un modo paulatino, crecíamos e íbamos haciéndonos mayores.
         Con el tiempo entendí que madrugar constituía, en el fondo, una esclavitud en toda regla y que uno se resignaba a ese tormento diario cuando cobraba conciencia de que se había hecho irremediablemente mayor y de que no había vuelta de hoja. Lo esperaban a fin de mes diversas hipotecas, una familia que mantener y algunos caprichos irrenunciables; en fin, la vida misma.
         Entonces rememoraba aquella época luminosa de la niñez en que, una vez había abierto los ojos y descubría el escenario habitual del dormitorio, me preguntaba por el día exacto de la semana y, en ese instante, mi madre entraba presurosa para anunciarme con júbilo que era sábado y que no tenía que levantarme, que me quedara en la cama, pues ella misma me acercaría obsequiosa el desayuno y algunos juguetes de mi predilección (aquellos pocos caballos y aquellos vaqueros del oeste con los que jugué durante años con un entusiasmo inacabable)
         Hoy continúo madrugando desganado, aunque ya sería incapaz de despertarme a las dos de la tarde, como en mis  días dorados de  adolescente, embotado de sueño y con hambre de lobo. Prefiero aún el recogimiento de la noche, sobre todo en verano, en la terraza del apartamento que alquilo frente al mar para pasar con mi familia el mes de agosto, sentado a una mesa con libros y un ordenador portátil donde escribo estas palabras que reivindican otro tiempo y otro espacio.
         Es muy tarde, pero mañana me levantaré temprano para dar un paseo por la playa y comprar el periódico. Una rutina más que llega con los años como llegan las enfermedades, como llega el insomnio y otras asechanzas que me abstendré de nombrar.



                                     

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