miércoles, 18 de enero de 2012

LOS SANTOS INOCENTES                                                                                 




Era un tiempo cruel sin duda, pues habíamos heredado la sevicia  y la impunidad de una guerra injusta y las infamias de una posguerra de hambre, de calamidades y de violencia. No puede haber mayor corrupción para un ser humano que la historia más reciente de nuestro país y, sin embargo, hemos podido con todo y aún persistimos   en ese empeño noble por humanizar el presente, rescatar la memoria  con honor y buscar un futuro venturoso de dignidad. De aquella época era la bochornosa costumbre, entre otras muchas, de mofarse del débil, hacer burla del discapacitado, apartarse del diferente y despreciar al otro, en suma. Moratalla no fue un pueblo distinto en este sentido al resto de los pueblos de España y, quizás también, al resto del mundo.
            Vagaban por las calles buena parte del día, al albur de lo que otros quisieran hacer con ellos, exiliados de su propia casa y extraviados en un espacio a veces temible, en el que los muchachos los maltrataban y los mayores mostraban la dudosa cortesía de invitarlos a beber cerveza hasta emborracharlos, mientras bromeaban con ellos o a costa de ellos. No tenían, desde luego, ni oficio ni beneficio, pues desde su nacimiento habían quedado eximidos de responsabilidad alguna y eran apenas hombres y mujeres en un territorio hostil o indiferente, al menos.
            No quisiera ser más duro de lo debido, porque todos tenían familia y porque la culpa es de todos, al fin. Pero yo sé cosas, como lo sabe todo el mundo en Moratalla, que pondrían los pelos de punta al menos escrupuloso. Sólo la calle los acogía y la calle es hosca, canalla y despiadada. Cada uno de ellos poseía su historia, su lengua torpe o su canción brumosa e ininteligible; algunos hacían gala de ciertas habilidades que el pueblo entero coreaba y repetía como una señal de su impudicia. El escarnio, el menosprecio siempre eran gratuitos, pues nada había en ellos que los provocara ni tenían otra culpa que la de haber nacido en inferioridad de condiciones, y despertaban la curiosidad de propios y extraños. Vergüenza da pensar en la barbarie de un pueblo entero.
            Hoy todo es más fácil, no sólo porque los poderes públicos destinan una parte importante del presupuesto al gasto social, y esto ayuda a la creación de centros especiales donde todos ellos pasan  el día aprendiendo y trabajando con el ánimo de ser útiles en algún momento a la sociedad a la que pertenecen por derecho, sino porque los malos tiempos han ido quedando atrás, por fortuna. La guerra está lejos, el índice de alfabetización es el máximo en la historia de este país, nos acompaña un buen nivel de vida, a pesarde la crisis, y hemos hecho nuestros los verdaderos valores sobre los que debe asentarse una sociedad moderna y un país libre. Me refiero, por supuesto, a los derechos humanos. Tal vez por esto, serían impensables aquellos actos vandálicos del pasado a los que eran sometidos estos seres indefensos, que hoy merecen el respeto de todos los hombres de bien.
            Sólo un cura humilde y casi anónimo tuvo verdadera compasión por ellos, por los más solitarios, por los descarriados, y los recogió en el ámbito sacro de la iglesia, para que lo ayudaran en sus tareas con el templo, pero sobre todo para que tuviesen un cometido, una razón de ser, aunque fuese insignificante. No necesito decir el nombre del cura, pues todo el mundo lo conoce. Por desgracia, murió hace unos años a manos de unos desalmados en Murcia, tal vez, porque andaba siempre, como Jesús, entre los más necesitados y entre  ellos, también están los malhechores. Cuando leí la noticia en la prensa, supe que todos los santos inocentes de Moratalla, los de rostro desencajado y pómulos prominentes, los de ojos saltones y pelo hirsuto, los paralíticos cerebrales o los retrasados tan sólo, los síndrome de Down, los que sufrieron anoxia durante el parto o fueron maltratados en la primera infancia o en el mismo vientre de su madre, los que el azar malvado tocó con su varita torcida, los que sufrieron el repudio en sus propias casas, porque nadie sabía qué hacer con ellos y no había nadie que los atendiera, todos aquellos muchachos y muchachas, hombres y mujeres se habían quedado definitivamente huérfanos.

                                                

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