martes, 31 de enero de 2012

EL TUTE Y LAS OPOSICIONES


Durante el curso que pasé en Moratalla, una vez acabada la carrera, en el supuesto ejercicio de preparar oposiciones,  hice un poco de todo, además de descansar, excepto aquello a lo que debía dedicarme de lleno. Leí con fruición en las mañanas luminosas del invierno, pergeñé algunos versos que habrían de dar sus frutos al final del año siguiente, escribí casi en su totalidad la tesis de licenciatura, cuyo título aún recuerdo como una sombra onerosa a inútil que, sin embargo, me ocupó demasiado tiempo, pues años más tarde la tesis doctoral acabaría por invalidarla del todo. A mitad de curso conocí a un matrimonio excepcional, Eduardo y Luisa, con quienes congenié desde el primer minuto y con los que trabé una amistad eterna, a pesar de que hace años que no los veo y ni siquiera sé por dónde paran. Ellos fueron los culpables de que mi camino, más o menos recto o responsable en lo tocante al estudio, se torciera hacia derroteros, necesarios y positivos sin duda, aunque lejanos con respecto a la meta que debía perseguir aquel año. El caso es que entre las horas dedicadas a mis quehaceres intelectuales privados y las que eché en ayudar a  los amigos que pedían, primero, un referéndum para decidir la entrada en la OTAN y, más tarde, la  radical negativa a participar en un proyecto que no auguraba otra cosa más que guerra y destrucción, fueron pasando los meses, mientras los temas que podrían salir en los exámenes de julio en Madrid, en los que me jugaba una plaza de profesor de Secundaria, continuaban intocados sobre la mesa del comedor de mi madre.
         Recuerdo que por las tardes me visitaban mis amigos, Juan y Pepe Carrasco, hermanos con los que me había criado en las calles del Castillo y con los que había trabajado en la vendimia en Francia. Luego, por la noche, mi madre me preparaba la cena y salía con ellos a dar una vuelta, aunque casi siempre recalábamos en el bar del Pepe del Joaquín, donde jugábamos aquellas interminables y apasionadas partidas de tute subastado con el Juan, compañero habitual en estas lides. No explico las reglas del juego; basta con decir que el Juan y yo conectamos desde la primera partida, porque ambos nos dimos cuenta de que lo importante en el tute no era solo ganar (cosa que hacíamos a menudo, porque ambos jugábamos bien, valga la inmodestia) sino sacar partido de nuestras victorias, cabrear al contrario, fanfarronear, disparatar, cantar o bailar, si venía al caso, hasta sacar a los otros de sus casillas. En eso el Juan el Pintamonas era el mejor, y yo no le andaba a la zaga.
         Los resultados, al cabo, tenían una importancia relativa, aunque como ya he dicho antes nos entendíamos bien ambos; el carácter explosivo y valiente del Pintamonas se acomodaba a la perfección con mi temperamento prudente y seguro. Todas las noches nos divertíamos a morir, sin excesos, mientras nos bebíamos apenas un café o un par de cervezas y el Pepe del Joaquín nos miraba desde el otro extremo de la barra y meneaba la cabeza perplejo, a veces asustado casi, aunque nunca llegó la sangre al río. En el fondo, éramos civilizados y amigos y todo aquello no dejaba de ser puro teatro.
         Acabamos jugando también por las tardes en la casa de mis amigos Carrasco o en la casa vacía de la abuela del Pintamonas, donde, por cierto, una noche llamó la policía a la puerta, tal vez avisada por los vecinos, preguntando por la causa del alboroto, que ocasionaban nuestras voces y nuestros gritos desaforados.
         Repito que nunca llegamos a pelearnos entre nosotros, que pasamos un curso entero jugando al tute subastado y que, por desgracia, entramos en la OTAN, aunque al   propósito de impedirlo nos dedicamos un buen puñado de hombres y mujeres que, casa por casa, recorrimos el pueblo convenciendo a los vecinos de que aquella barbaridad era inadmisible. En fin, supongo que pusimos nuestro humilde granito de arena y que como todas las utopías solo nos valió a nosotros, a los convencidos de que la paz es el único futuro del mundo.
         Mientras tanto la fecha de los exámenes se acercaba y yo proseguía con aquellas maratonianas sesiones de tute, ajeno a una debacle próxima o demasiado confiado en mis propias fuerzas. Nunca lo sabré con certeza. Quizás me sentía seguro y sobrado, con los conocimientos  que me aportaba una cercana licenciatura, cuajada de excelentes calificaciones, o tan escéptico al respecto que ni siquiera era motivo de preocupación la inminencia de una cita tan decisiva.
         Que aprobé aquellas oposiciones ya es un asunto sabido, pero lo que todavía no tengo claro es hasta qué punto influyó mi destreza con las cartas en el éxito en Madrid. Sea como fuere, mi amigo Juan no cesó de repetir a quien quisiera escucharlo que aquella actividad desenfrenada de las noches en el bar del Pepe del Joaquín había sido mi única preparación para las pruebas a las que hube de someterme en la capital de España. Y llevaba razón. Él mismo aseguraba que haría lo propio con su mujer, Piedad, a la sazón entonces estudiante de Magisterio. Así debió de ser, porque hoy es ya una flamante maestra en Moratalla.


                                      

1 comentario:

  1. Un saludo Pascual! Soy Pedro Rebollo. Creo que no puedo comentar nada de lo que escribes, humildemente puedo decir que me gusta y que me siento reflejado en casi todo. Me da la impresión de que los dos hemos tenido un origen similar, a pesar de que soy algo más joven que tú ( pero no mucho más). Me reconforta leerte porque me haces consciente de que soy "una gota más del océnao" ( como diría Harry Marcus). Un abrazo. Pd. Con tu permiso seguiré leyéndote.

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